De la obra de Niko Kazantzaki (así, sin la s final, por expreso deseo del autor) es más fácil encontrar en España alguna versión cinematográfica que cualquiera de sus libros, ni siquiera el famoso Zorba. En Creta sí se venden, en inglés y en las tiendas de souvenirs, su Zorba, su Carta al Greco y alguno más, y no hay tienda de discos que no despache bandas sonoras de sus filmes con el inevitable rostro sonriente de Anthony Quinn en la portada.
Tenía curiosidad por saber si los vecinos de la isla que vio nacer al gran escritor griego habían sido capaces de honrarle como es debido, y me apresuré a visitar el túmulo que erigieron aquí, en Heraklion, para acoger sus restos. El taxista no está seguro de que esté abierto al público a esta hora, pero yo me conformo con ver cómo cae el sol en ese punto exacto de la ciudad. Los alrededores son bloques de viviendas en los que el eco multiplica el ladrido de unos perros y el ruido del tráfico, mezclado con la música rai que sale a toda voz de un kiosko cercano.
Junto a la tumba del escritor, me sorprende ver que se alza la sede del Athletic Club Heraklio, y ahora recuerdo que Mauricio Wiesenthal contaba que mucha gente venía a la tumba no por devoción literaria, sino para ver los partidos desde arriba.
Mi admirado Wiesenthal vino a hacerle una ofrenda de canela, nuez moscada y vino. Yo entro en el recinto con las manos vacías, saludo a dos yonquis que vegetan a unos metros de la lápida -donde alguien ha olvidado un mechero entre los despojos de una plata-, me pongo frente a la cruz y ahora sí, miro hacia el horizonte al rojo, hacia esa línea de costa que se incendia con las últimas luces de la tarde.
Volvemos al centro de Heraklion, la vieja Candia, entre fuentes y calles comerciales, donde nos espera una deliciosa mousaka. En los soportales de la Logia -el Ayuntamiento-, tan castigado por los bombarderos de la II Guerra Mundial, los jóvenes cretenses sacuden sus cuerpos no al compás del viejo sirtaki, sino al compulsivo ritmo de break-dance.
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