Ese puente pude comprobar que los fines de semana no sólo se llenan hasta la bandera los teatros madrileños, sino también los cines, lo cual parece aún más extraordinario. Como todo el mundo a nuestro alrededor, dudamos unos instantes entre Tarantino, Woody Allen y Campanella, y al final optamos por el argentino. El secreto de sus ojos es una buena película, desde luego, llena de triquiñuelas, eso también, lo que Borges llamaría "un poco maquinita", pero sustentada por unos trabajos actorales formidables.
Ahí en la pantalla me gustó ver de nuevo a Soledad Villamil, a la que entrevisté hace ya más de un lustro cuando vino al Festival Iberoamericano de Teatro (FIT) de Cádiz. Yo estaba un poco fascinado por haber visto no hacía mucho El mismo amor, la misma lluvia, una película que conquista instantáneamente, pero que a duras penas resiste dos o tres visualizaciones. De la entrevista no recuerdo gran cosa, lo cual quiere decir que no hablamos de nada muy revelador y que mi memoria no da para mucho.
Sí que retengo que Soledad venía con su hijo pequeñito, que ya debe de estar haciendo la mili, y sólo se separaba de él para subir a las tablas. También que allí arriba cantaba e interpretaba y lo hacía muy bien, mejor que en el cine, donde se empeñan en clavarle unos primeros planos muy difíciles de sostener. En el filme de Campanella no está mal, pero es tan aplastante la presencia de sus compañeros, que acaba pareciendo una novata, o casi.
De todos modos, me gusta verla de nuevo en la pantalla grande, como me gusta saber que pasó por Cádiz, por ese FIT cuya nueva edición está a punto de comenzar, y en el que también actuara años antes el propio Ricardo Darín, o el gran Walter Reyno, que está gigantesco en El aura. Por allí pasó Soledad, más alta de lo que parecía en el cine, con un inconfundible lunar en la nariz y unos ojos bonitos y un poco tristes, idóneos para los papeles dramáticos.
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