Cuando un escritor se expone al riesgo de abandonarse a la vanidad, basta una simple liquidación de la editorial para poner los pies en la tierra: sic transit gloria mundi. Pero si esto no fuera suficiente, es bueno pensar en los grandes que murieron con una mano delante y otra detrás, jaleados apenas por un puñado de lectores entusiastas y enterrados al fin bajo una montaña de facturas sin pagar. Uno se cree que el mundo no puede vivir sin su verso y sin su prosa, y el mundo te devora o, en el mejor de los casos, te ignora sin más. No me parece mal: un país, una lengua, se definen por el mimo que ponen en sus creadores, en sus pensadores, y cada uno se retrata a su manera. Casos de genios consumidos en la indigencia hay cientos. Me gustó, por ejemplo, leer el grueso ensayo Almas en pena, chapolas negras, en el que Fernando Vallejo cuenta cómo José Asunción Silva, la cima de la poesía colombiana que se descerrajó un tiro en el bello barrio bogotano de La Candelaria, vivió y murió acosado por las deudas, lampando por un buen bisnis que le permitiera vivir bien y escribir su Nocturno sin pensar en números.
Del volumen de textos inéditos de Valle-Inclán -uno de los cinco o seis escritores de nuestro idioma que me parecen imprescindibles- me ha cautivado sobre todo su epistolario, y concretamente los pasajes en los que aparece canino. Sobre su Sonata de Otoño, dice: "El primer día que se puso a la venta, ningún librero quiso un solo ejemplar al contado. Yo me indigné y me negué a dejarlos en comisión..." Y en carta a Fernando Fe, leemos: "¿Por qué Vd. no se queda con los doscientos ejemplares de Epitalamio en treinta y cinco durejos (están al cincuenta por cien, y hago una rebaja de veinticinco pesetas). Saquémonos esa cuentecilla de encima, ¿le parece?"
Sí, tal vez sin esas fatiguitas, sin esas duquelas dobles, don Ramón no habría escrito, por ejemplo, Luces de Bohemia, pero no sé si sonreír o llorar ante esos sufijos despectivos, -ejos, -illa... Durejos. Cuentecilla. Maldito parné.
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