Anoche, creo que mientras conversaba con Luis Manuel Ruiz, pensé que tal vez esto de los blogs esté prestando un servicio impagable a la Literatura, al conseguir que muchos canalicemos nuestra grafomanía -y nuestra no menos grave compulsión por publicar- a través de estas inofensivas ventanas, sin necesidad de inundar las librerías con penosas ediciones que, más que enriquecer, saturan al público y desvían su atención de los libros que vale la pena leer.
Uno de esos libros que cautivan, pero que apenas ha tenido eco, es Las auroras de sangre, de William Ospina. A través de seiscientas páginas seguimos la pista de Juan de Castellanos, el récord Guinness de la poesía en nuestro idioma al haber pasado más de treinta años escribiendo un poema de 113.600 endecasílabos en los que plasmó todo lo visto y vivido en su periplo por la América recién conquistada. Nacido en un pueblecito de la sierra sevillana, Alanís, Castellanos fue soldado, resultando malherido en varios combates; sobrevivió a un naufragio, escapó de un tigre hambriento, estuvo a punto de ahogarse en un río, fue buscador de oro, acabó ordenándose sacerdote y salió bien librado de un proceso de herejía. Pero su gran aventura fue vivir para contarlo, como la de Ospina ha sido recoger su legado en un libro precioso.
Me ha conmovido un fragmento en el que se cuenta cómo Castellanos, "después de escribir gruesos volúmenes que prácticamente nadie leería por siglos, lo único que acertaba a decir al final era que ojalá se sirviera Dios en darle un poco más de vida para alcanzar a contar lo que aún se le quedaba en el tintero". Quizá cuando escribimos sólo estamos pidiendo una prórroga, una limosna de tiempo, ejercitando simples Juegos para aplazar a la muerte, por usar un bonito título de Juan Luis Panero. Se vive sabiendo que se muere; se escribe sabiendo que tarde o temprano habrá que poner el punto final.
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