Ana María Matute por la mañana, Arturo Pérez-Reverte por la tarde, ambos en el encuentro Factor Humano que se celebra en la escuela de Ingenieros. A los dos los conocí en Madrid, en cursos de verano distintos pero simultáneos. La Matute era ya una venerable anciana que se había abierto paso en un mundo de lobos -léase escritores varones- y le gustaba repetir que Caperucita Roja era una tonta: eso lo decía con el regocijo de los niños cuando empiezan a blasfemar o aprenden sus primeras palabrotas. Aún no había publicado Olvidado rey Gudú y se la tenía, sobre todo, por autora de libros para niños, que era un modo -injusto y, además, falaz- de restarle méritos.
Pérez-Reverte, por entonces, ya había abierto la lata con La tabla de Flandes, y no podía evitar ronear un poco de superventas, por si alguien dudaba de su talento. Recuerdo que alguien comentó que, por esa regla de tres, Arguiñano era mejor escritor que Clarín, porque su libro de recetas se vendía ese verano mucho mejor que La Regenta o Adiós Cordera. Tenía aptutudes, quién lo duda, tenía buena imagen, pero sobre todo tenía ambición. Después lo he visto en muchas ocasiones, ya sean ruedas de prensa, presentaciones o charlas multitudinarias para estudiantes. A veces está más malaje, otras más afable, pero casi siempre anda a la defensiva. Con los mil y un sinónimos de la palabra imbécil se regocija y aprecia la riqueza de nuestro idioma. Le aterra tanto pasar por libresco -hombre de mundo como es- como por un escritor de escaso calado. Por si le cayera un aguijón, patea continuamente al aire.
"Los seres humanos se dividen entre borregos y guerreros", ha dicho el cartagenero. Lo ha matizado, claro, pero no ha dejado espacio para el término medio.
"El niño no es un proyecto de hombre", aseveró, por su parte, la Matute. "El hombre es en todo caso lo que queda del niño. Todos caminamos con nuestra infancia a cuestas".
A ella la he visto más niña que nunca; a él, con más prisa por llegar a viejo. Dos estilos. Prefiero uno, con diferencia.
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