Leo en la prensa que Madrid tendrá una sede de la Fundación Borges. Apuesto a que será, con los equipamientos necesarios, el verdadero centro de estudios del escritor. Estuve en la sede de la Fundación en Buenos Aires, guiado por una viejita sabia y adorable llamada Irma Zangara, que tuvo la inmensa amabilidad de presentar mis Palabras Mayores. Me permitió hojear los tres pequeños volúmenes de la Divina Comedia en los que Borges se dejó las pestañas yendo y viniendo en largos trayectos de ómnibus, pude sostener el célebre bastón de laca del maestro, incluso me sentí un poco lelo haciéndome una foto con él. La casa, formidable, estaba llena de reliquias, pero no de lectores. Y un escritor sin lectores es eso, una mano incorrupta dentro de una vitrina, un montón de tinta dormida, una ciénaga de sangre estancada. A María Kodama, lo entiendo, le han hecho demasiadas pirulas con la obra de Borges: de tan cauta, se ha vuelto desconfiada, ve más enemigos de los que tiene. El mes de mi visita a la Fundación, sólo había programado un concierto de violín: el resto era silencio; religioso, pero silencio.
Esa mudez también la tiene la Fundación Alberti, por mucho que cubra el expediente con jornadas cada vez menos relevantes; la tiene la Fundación Quiñones, la que más me duele, encerrada todavía en un piso como si fuera un mileurista. Hay demasiado miedo en todas ellas, y una terrible falta de fe en que la obra de los respectivos autores esté por encima de pequeñas miserias administrativas. Sueño ahora con la fundación futura que tendrá Carlos Edmundo de Ory. Ya sé que habrá -las ha habido ya- ambiciones espúreas, politiquerías, tejemanejes. Yo mismo he movido mis fichas interesadamente: la última vez que estuve con Carlos, le dije que estaba dispuesto a todo con tal de ser el camarero de la cantina de la Fundación Ory. Por cierto, ¿qué van a tomar los señores?
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