"¿Eres de Cádiz, entonces? Yo veraneo allí. Ven a verme. Y no olvides traer tus poemas". Eso me dijo cuando lo conocí en el tórrido estío madrileño. Y unas semanas después, fui a verle. Con mis poemas. Me recibió en bañador y camisa desabotonada, que es la guisa de poeta que más seriedad me inspira, y al cabo de un rato de pasar mis cuartillas me dio su opinión: mis poemas eran bastante malos. Pero lo dijo con tanto cuidado de no herir mis susceptibilidades, y con tanta fe en que podría hacerlo mejor, que salí de aquel piso loco de contento. Dejó de ser Antonio Hernández para convertirse en el Noni. Leí sus novelas -Nana para dormir francesas, Sangrefría-, sus poemarios -Oveja negra, Con tres heridas yo-, sus cuentos hilarantes, como El Betis, la marcha verde. Pero sobre todo trabé amistad con el hombre sensible, beligerante, irónico, polémico, culto, definitivamente cariñoso, amigo de sus amigos, temible para sus enemigos, tinta y sangre, genio y figura.
Hace un tiempo le fue diagnosticada una rara enfermedad crónica de origen nervioso. Coincidimos en su pueblo, Arcos de la Frontera, y aunque no parecía tener ganas de nada, nos fuimos de copas. A la vuelta estaba mucho más animado, y al despedirnos en el pasillo del hotel nos dio las gracias por el buen ratito echado. Me fui a mi habitación un poco afligido, pensando que el Noni tal vez no volvería a escribir con la misma chispa. Acaba de ver la luz A palo seco, un poemario que compuso a modo de literoterapia, para doblegar los males de la salud a fuerza de palabras vigorosas. El remedio le sirvió, y ahora nos sirve a los demás: es un libro muy hermoso, muy hondo, muy de verdad. Esta mañana le telefoneé para entrevistarlo, y lo encontré radiante. Tiene la agenda llena de proyectos, está mucho mejor de sus dolencias y, por si fuera poco, su Betis de sus entretelas le ganó el sábado al Real Madrid.
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