lunes, 4 de febrero de 2008

Maribel Verdú me dedica su Goya

Dije que me tragaría la gala entera, y lo he hecho. Dos alegrones grandes, los Goya para Adeltef y Lucina Gil, me han eyectado del sofá como si me hubieran dado el premio a mí. Pero también he sentido una alegría explosiva, especial, absurda, retrospectiva, nostálgica, cuando después de cinco candidaturas frustradas han reconocido a Maribel Verdú como mejor actriz.
Yo caí presa de un enamoramiento fulminante cuando, muy de pipiolo, vi a una Verdú post-adolescente posando con gasas transparentes para Interviú. "En esto veo, Maribel, la grandeza de Dios", debí de pensar, porque desde entonces me dediqué a coleccionar todas sus cintas, sus entrevistas, sus fotografías. Recuerdo que promocionó una marca de maquillajes y fui a la mercería de mi barrio para pedir el cartel, y luego a la tienda de lencería cuando promocionó ropa interior, y habría ido a un taller de vulcanizados si ella hubiera anunciado llantas de aleación. Gracias a ella supe lo que otras generaciones habían sentido con Sarita Montiel o con la Garbo: una adoración casi religiosa por un rostro en la pantalla, una veneración que te hacía temblar, que te quitaba el sueño. "¿Esa actriz, que sólo sabe enseñar las tetas en las películas?", me decían, para martirizarme, mis sádicos amigos. A mí me daba igual: la amaba.
A Tornatore igual le habría gustado la escena: Miguelito y yo, en plena edad del pavo, tumbados al sol en uno de los módulos del Paseo Marítimo. Aparece mi hermano, "¡baja, corre, es la Verdú, que se te escapa!" El corazón hace carambolas en el pecho, pero es cierto, es ella, por la orilla de la playa de Cádiz, acompañada por su madre, pido un papel y un boli en el chiringuito más próximo y corro por la arena hasta abordarla. Sólo quiero un autógrafo, no molestar a la diosa. "Ninguna molestia, ¿por qué no nos acompañas un poco?" Y ahí que me vi paseando con mi estrella del celuloide, charlando de esta o aquella película hasta la muralla de Cortadura, donde entendí que madre e hija querrían estar tranquilas y empecé a despedirme. "No te irás a marchar sin darme un beso, ¿no?" Y yo, que deliraba como el niño de Malena ante Mónica Bellucci, me abandoné a la caricia de dos castos ósculos cuyo efecto alucinógeno me duró mucho tiempo. Dejé de coleccionar fetiches de la Verdú, sí, pero nunca olvidé la generosidad que esa mujer tuvo con un pobre chico mitómano, el modo tan amable con que hizo mi sueño realidad.
Hoy, al recoger su premio, ha querido dedicarlo, entre otros, a quienes desde sus casas habían saltado de alegría al escuchar su nombre como ganadora. Me he dado por aludido, y he sentido avivarse la brasa de una vieja admiración. La deuda que uno contrae con quienes lo han hecho soñar nunca caduca.

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