Aproveché mi tarde libre para abandonarme al sofá y a la lectura de una interesante novela como La carretera. Y por la noche, para no salir del mundo de Cormac McCarthy, fui al cine a ver No es país para viejos, con un Javier Bardem imparable en su carrera hacia el Oscar, metido en la camisa de un asesino despiadado.
Yo tuve una novia que se derretía con Bardem. Estábamos en un bar de la Plaza de Santa Ana, en Madrid, habíamos tenido una discusión y entre nosotros se levantaba un silencio amargo. Entonces reconocimos en la barra a Bardem, tomando café con Jordi Mollá y con otro actor que no recuerdo. "¿Has visto cómo me ha mirado?", me dijo ella entusiasmada. Yo andaba muy ofuscado y simulé no darme cuenta, pero lo vi: el rayo fulminante, demoledor, de todo un galán de cine que recorre con los ojos a una chica, el brillo del deseo y la seguridad de que, si yo no hubiera interferido con mi presencia, igual podría haber ocurrido algo más. No todos los días te cruzas con una estrella del celuloide, y mucho menos recibes de ella una mirada tan elocuente. Supongo que a mi novia de entonces le frustró no haber tenido pruebas ni testigos de que Bardem la codició siquiera un instante: corres el riesgo de que te tomen por presumida o fantasiosa. Bueno, yo doy fe de que fue cierto. Yo estaba allí. Hoy, al verle de nuevo en la pantalla, por un momento sentí que cruzábamos miradas. Salí de la sala diciéndome que, en el fondo, su papel en el filme no es tan bueno.
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