Eduardo Mendicutti, el sanluqueño de acento y maneras más castellanas que conozco, me cae bien por muchos motivos: es simpático, es atento, y lleva muchos años demostrando a través de sus novelas que es libre. Ayer compartió café con la prensa para presentar la última, Ganas de hablar. Y hablamos. Recordamos algunos loables esfuerzos por dar voz a quienes nunca la han tenido: la señora zarandeada por la vida de Ángel Vázquez, la prostituta de Fernando Quiñones. Mendicutti ha querido escribir sobre el mariquita del pueblo -o del barrio, tanto da-, especie protegida por la comunidad y al mismo tiempo bajo una perpetua intemperie, querido por todos pero siempre marginado a las primeras de cambio. A menos que seamos del Opus, todos hemos conocido perfiles similares, pero también homosexuales casados y con hijos por mandato de la apariencia, o amigos que han hecho su larga y dura travesía en busca de la propia identidad.
El hecho de que no me tiente el sexo masculino no me salva de la indignación que siento ante algunas cosas, desde la ridiculización del gay a aquel informe que el PP expuso en el Congreso afirmando que se trata de una enfermedad que se puede -y debe- curar. La homofobia sólo puede ser patrimonio de los ignorantes, de los ágrafos (quién puede odiar a Wilde, a Lorca, a Cernuda...), pero sobre todo de un terror de fondo muy cínico: ese miedo a reconocerse a uno mismo como homosexual, o a un pariente próximo. Nunca olvidaré a un amigo del instituto, homófobo feroz, siempre irascible y desajustado con el mundo, que sólo necesitó marcharse a Inglaterra en busca de su destino -un novio adorable- para encajar la pieza que le faltaba: hoy es un ciudadano de lo más afable, y más que nada feliz.
No olvidemos que las cruces más grandes las ponían en la puerta los judíos conversos. Y que, como decía Sciascia, todo el mundo sabe que cuanto más se maneja la guillotina menos peligro corres de estar bajo la cuchilla.
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