Una de mis obras preferidas de La Zaranda es Homenaje a los malditos. En ella se reproduce el caótico tributo que un grupo de charlatanes insoportables quiere rendir a un anciano. En una escena determinada, el protagonista es ya una calavera con su osario, pero los otros siguen dale que te pego, porque lo de menos es el reconocimiento, sino rentabilizar de un modo u otro hasta la última gota de la sangre del homenajeado.
La última vez que vi a Francisco Ayala, con motivo de su centenario, sentí que algo parecido estaban haciendo con él. Era estupendo ver cómo un autor muy olvidado recibía honores en vida y veían la luz espléndidas reediciones de su obra. Pero estaba tan pálido, tan exhausto, tan a merced de la foto -¡ay, la foto!- que inspiraba una enorme compasión.
La buena noticia es que Ayala ha logrado ser tan longevo que ha sobrevivido a sus propios homenajes. Porque, no nos quepa ninguna duda, España puede ser agradecida con sus hijos, pero lo que nunca permitirá es que se les escapen vivos después de tomarse la inmensa molestia de celebrarlos.
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