El último premio Tusquets de novela recayó sobre Balas de plata, del mexicano Elmer Mendoza. Como ante ciertas obras de Sciascia, el lector que empieza queriendo resolver un caso de asesinato acabará dejando ese interés en un plano secundario: a menudo la realidad alcanza tal grado de corrupción que lo de menos es quien apriete el gatillo. En los clásicos del género, el asesino era el mayordomo. Aquí todos son culpables. Todo es culpable.
Entrevisté a Mendoza el miércoles y sentí esa simpatía espontánea que me inspiran todos los mexicanos inteligentes. Se sonrió cuando le pregunté si era un tigre del Norte -es nacido en Culiacán-, y conversamos sobre la cultura de la muerte en su país, que va de los pueblos fantasma de Rulfo a las calaveras de Posada, pasando por las canciones de José Alfredo Jiménez (La vida no vale nada) o incluso de muy atrás, de los mitos aztecas y de las leyendas españolas que les incorporamos. La diferencia entre Sciascia y Mendoza es que aquél confiaba, en lo más hondo, en la posibilidad de que la literatura moviera al menos unos centímetros la monstruosa piedra del crimen. Mendoza, y con él muchos escritores que están abordando las formas de la violencia en América Latina, se saben muy poca cosa frente a ese terrible fenómeno. "No vamos a ponernos a moralizar, ¿no?", se encogió de hombros, otra vez sonriente. Los escritores no somos el ejército, no somos la policía, no somos la DEA. Pero mientras pasaba las páginas de esta novela, yo no podía evitar oír un sonido áspero, como de monolito que cede.
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