Cuando empecé a leer -a leer en serio, se entiende- me dejé deslumbrar por muchos autores, pero hubo uno que supo hablar como nadie de los dos temas que más me atraían en esa candente adolescencia: el amor y el compromiso político. Durante años fue La tregua mi novela favorita, me sabía de memoria docenas de poemas suyos, devoraba sus cuentos y su obra crítica. Creo que por mi segundo de BUP, me escapé una semana a Alicante porque él daba un seminario en la Universidad, y ahí que estuve todos los días sin despegarme de él ni para ir al baño, y no exagero: lo recuerdo instalándose con prisa junto al mingitorio en el que yo me encontraba, sofocado porque los oyentes solían entretenerle mucho después de las conferencias, pero su próstata llevaba muy mal las demoras. Por mediación de mi primo Rafa, una de las personas que más saben de su obra, recibí en casa un ejemplar de La borra del café dedicado de su puño y letra, días antes de que el libro llegara a las librerías. Era una estrella al alcance de la mano, un ídolo cercano y amable.
Tanto abusé de su lectura, que acabé anticipándome a sus trucos. Empecé a detectar sus flaquezas como poeta y prosista. Sus diálogos me cargaban porque todo el mundo, niños o mayores, hablaba con una sola voz, la del autor. También en lo ideológico -sobre todo en el respaldo incondicional al castrismo- empecé a distanciarme. Otros escritores fueron ocupando su pedestal, y así pasaron sus libros a ser un pecado de juventud, como los de Herman Hesse.
Seguí leyéndole, sin embargo, guiado más por un raro sentido de la fidelidad que por el verdadero placer. Si alguien lo criticaba a mi alrededor, salía en su defensa; pero si lo elogiaban en exceso, yo oponía todas las reservas del mundo. Se repitió demasiado, sí, a menudo se pasaba con el edulcorante, puede, demasiado dogmático, quizás. Pero Montevideo -salvo ese muelle, tan gaditano- me pareció una ciudad escrita por él, y toda la gente que conocí allí parecían personajes suyos, ¿qué escritor puede presumir de tanto?
Ahora Benedetti, muy viejito, casi sin voz, acaba de publicar un nuevo libro, Vivir adrede. Sus textos adolecen de las mismas cosas de siempre, pero el conjunto es bonito, lúcido y coherente. Así se lo conté hace unos días a un amigo. "Te ciega la nostalgia", me replicó en tono acusador. Puede ser cierto. Pero en todo caso será una nostalgia benedittiana a tope, una inconsolable nostalgia del futuro.
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