Este post, justo es advertirlo, usará palabras soeces, de modo que absténganse de leerlo menores de edad y mayores fácilmente impresionables. Hecho el aviso, propongo demorarnos un minuto, un minuto al menos, en recordar la figura de Vicente Núñez, el gran poeta cordobés que nos dejó hace apenas cinco o seis años. He tardado en leer su libro póstumo, Rojo y sepia, pero al fin cayó. Qué música más hermosa, qué deslumbrantes construcciones, qué equilibrio sutil entre el nervio desatado y la excelencia del estilo.
Al hombre yo nunca lo traté, pero tengo alguna correspondencia de él porque lo invitamos a participar en el homenaje de Caleta a Carlos Edmundo de Ory. Vicente Núñez, que curiosamente vivía en la calle de Aguilar que llevaba su nombre, pero que escribía y recibía su correo en un bar cercano, el legendario Tuta, nos envió una joya de soneto sin pedirnos más credenciales. Luego coincidimos algunas veces en recitales, ferias del libro, pero nunca intercambiamos más de tres o cuatro palabras de cortesía.
Ahora me regalo poemas como el que sigue, un canto homosexual capaz de estremecer a cualquier hetero con sangre en las venas:
No veo ya sus ojos
¿Qué vale el mundo entonces
sin error? Una tirante de clamor
me arranca el sueño
que los hizo imposibles.
Recurro a textos, corro, abro
los consultorios del cristal. En vano.
No llegan. Nadie
me los devuelve. ¡Vuelan
sin mi ceguera! Y tiemblo,
y vibro, y lloro. Porque
te quiero inmensamente todavía.
Se preguntará alguno que dónde están los exabruptos en este post. A eso iba. Vicente Núñez era capaz de hilar el verso más exquisito, pero creo que detestaba los remilgos en la vida pedestre, y por ello podía salir de su boca el borderío más diáfano. Como el día que, en una reunión de célebres poetas gays que hacían notables esfuerzos por disimular su condición, se despidió con un símil muy logrado:
-Bueno, yo me voy, que me espera en casa un soldado guapísimo que tiene la polla como una cocacola.
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