lunes, 22 de diciembre de 2008

24 horas en Madrid (y III) Recuerdo de Rafael Soto

Desando mis pasos, sorteo las esculturas, las líneas puras de Baltasar Lobo en el Paseo del Prado, y me dirijo a Atocha para tomar un cercanías a Torrelodones. No, no voy al Casino: allí vive Clara Soto, la viuda de Rafael Soto Vergés, amigo entrañable y poeta único. A Rafael, que además fue un hombre sencillo, cálido, bromista a tiempo completo, la vida lo trató con una brutalidad espantosa: primero un accidente atroz se llevó a su primera mujer, luego una enfermedad le quitó un hijo, por último el cáncer consumió sin piedad su cuerpo menudo. Dicen que en sus últimos días cabeceaba diciendo: "Esta vida es una estafa". Y tenía motivos para opinar así, el pobre Rafael.
Lo frecuenté mucho en su casa de Pozuelo, donde tenía un fabuloso gabinete de magia -la segunda de sus pasiones, después del verso- y en la de Cádiz, lindando con Cortadura, en aquellos cumpleaños veraniegos en los que Clara hacía cenas pantagruélicas y cócteles de película, y claro, ya no había quien echara a tanto letraherido como se juntaba allí hasta las tantas. Algunas de las mejores entrevistas que le hice fueron a esas altas horas y con algunos whiskies en lo alto, discutiendo si era o no conveniente publicar titulares como: "Todos los que viven de Cavafis se van a ir al carajo".
En Torrelodones, reconozco su colección de pinturas -fue de los que mejor escribió de arte en nuestro país-, sus libros, los perdurables saldos de lo que fue. Clara descorcha un vino de su tierra, argentino, y brindamos por la memoria de Rafael. Recuerdo sus ojos claros, ¡cómo tuvo que romper corazones en su juventud!, y su bigote tiznado de nicotina, y su sonrisa llana, y también su verbo exuberante, lleno de colores y sonoridades, sin el cual no habría quizá existido, por ejemplo, el Arde el mar de Gimferrer.
Rafael Soto Vergés murió tantas veces, y resurgió tantas de sus cenizas, que me parece mentira que ya no esté. Rió tanto que parece imposible que su risa se desvanezca tan fácilmente. Por eso de vuelta a Madrid, junto a los raíles helados de la estación de Las Matas, supe que su ausencia de esta noche es poco menos que anecdótica. Como el gran mago que era, sólo está esperando el momento oportuno para reaparecer en medio de una espectacular nube de humo y recoger, una vez más, la ovación que sus incondicionales siempre le debemos.

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