Las novelas de Sándor Márai siempre me empalagan, pero no hay quien se resista a sus escritos autobiográficos. Creo que fue Santi Belausteguigoitia el primero que me habló de ¡Tierra, tierra! y de Confesiones de un burgués, los dos apabullantes tomos de sus memorias. Hace unas semanas cayó en mis manos el último tomo de sus diarios, los correspondientes a 1984-1989, los últimos años de su vida en el exilio de San Diego (California), y me lancé a devorarlo con fruición. Son magistrales de principio a fin.
Me impresiona mucho cómo el escritor húngaro se sienta a presenciar el avance de la muerte. Encuentra una agenda antigua en la que casi no hay nombres de gente viva. Con su mujer, se pregunta cuál de los dos partirá primero. Esas páginas son terriblemente bellas. "Al final estas cosas siempre se solucionan solas", escribe. Y más adelante: "Sigue siendo tan guapa a los ochenta y siete años como lo fue de joven; de otro modo, pero sigue siendo guapa". Y añade: "Ha sido un ser maravilloso, la mujer completa, el compendio de todo lo humano, de las virtudes femeninas, el sentido de mi vida, y sigue siéndolo".
No le estropeo a nadie la lectura si anticipo que ella muere antes que él. Se suceden páginas de un dolor clamoroso. Márai compra una pistola y baraja la opción del suicidio, pero también lee los diarios que Lola le dejó, y es "como si todos los días recibiera una carta de ella". No es muy frecuente esa vocación de ceniza con sentido, de polvo enamorado. No es fácil, mucho menos hoy, envejecer voluntariamente junto a alguien, y no creo que ninguna fuerza convencional nos obligue a ello. Pero leyendo al autor de El último encuentro, es tan difícil no solidarizarse con su sufrimiento como dejar de sentir una cierta envidia.
2 comentarios:
Señor Luque, se agradece esta invitación a una lectura que promete ser venturosa. Feliz Navidad, amigo.
Ya me contará, mi querido Fritanga. ¡Y lo celebraremos!
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