sábado, 16 de agosto de 2008

Route 66 (II) En Cadiz, California

Desayunamos en Kingman y, antes de abandonar tan pintoresca localidad, decidimos visitar brevemente su museo. Lo de la brevedad es inevitable, porque en unos minutos puedes darle cuatro vueltas, tan chico es. Chico y no muy bien dotado, porque algunas de sus vitrinas son fáciles de confundir con una tienda de souvenirs cualquiera. Lo más interesante es una sala dedicada a Steinbeck y el gran éxodo que se cuenta en Las uvas de la ira, con reproducciones de fotos de Dorothea Lange que retratan a niños famélicos, mujeres malviviendo entre colchones apulgarados y tortuosos carromatos, polvo y hambruna. Cuesta trabajo creer que todo eso ocurriera en América, la tierra de las oportunidades.
Dejamos atrás la ciudad y enfilamos una carretera que cruza, de nuevo, una amplia llanura. Ha llovido durante la noche y algunos cursos de agua se interponen en nuestro camino, pero ninguno tan fiero como para impedirnos el paso. Una hora más tarde, aproximadamente, estamos internándonos en una zona rocosa y un tanto claustrofóbica a través de un camino serpenteante que nos brinda visiones magníficas. ¡Qué diferente es este paisaje de Europa! La erosión ha tallado caprichosamente las montañas, y con la vegetación silvestre, semidesértica, dibuja escenarios ideales para la épica del western.
Muy en consonancia con esta atmósfera, el pueblo de Oatman programa todos los mediodías uno de los mejores espectáculos de pistoleros de todo el estado, dicen. El gran momento del año es su concurso de freír huevos en la acera. Los bares y las tiendas tienen un aire de saloon -false-front se llama este tipo de fachadas fraudulentas- que una vez más remite a Disneylandia. Aquí, al parecer, pasaron la luna de miel Clark Gable y Carole Lombard en 1939: buen lugar para poner a prueba el amor verdadero. La atracción principal de Oatman es, sin embargo, su población de burros salvajes, amigables animales -pequeños, peludos y suaves- que rodearán nuestro vehículo y meterán el hocico por la ventanilla mendigando zanahorias, su bocado preferido.
Clark Gable, a todo esto, nació según tengo entendido en Cádiz, Ohio, un pueblucho de cuatro casas donde Sherwood Anderson no habría parado ni a mear. Pero en California, en esta misma Ruta 66, hay otro Cádiz que puede tener su interés. De hecho, tengo mi DNI a mano para presentarme ante el alcalde y pedirle, qué se yo, que como paisano lejano me invite a cenar. Para llegar a Cádiz, California, hay que atravesar no obstante un duro trecho del desierto de Mojave, dejando atrás un rosario de topónimos que benévolamente llaman en las guías pueblos fantasma: Needles, Goffs, Fenner, Essex, Danby... Y al fin, la señal junto a la cual me retrato ufano, ¡CADIZ! Ahora sólo falta saber dónde está el pueblo propiamente dicho. Nos desviamos según las indicaciones, atravesamos una vía férrea, nos perdemos, volvemos al camino de tierra, giramos... y no se ve nada de nada en el horizonte. Llegamos a la conclusión que el Cádiz californiano sólo existe en un cartel. Y en lugar de dejarnos agasajar por las autoridades, cenamos tres tristes sandwiches en una gasolinera que bien podría ser, a ojo, San Fernando.

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