miércoles, 6 de agosto de 2008

Far west (VI) Hacia Williams

"Quiero la película completa", me había dicho Ángela, "Alquilar un descapotable, dormir en los moteles donde siempre matan al recepcionista, desayunar en cutres gasolineras ante una camarera teñida de pelirrojo que masca chicle y pregunta ¿más café?".
Como conté de Nueva York, esta zona de los Estados Unidos difícilmente se puede descubrir, porque el verbo adecuado es reconocer. Aunque no hayas pisado nunca esta tierra, llevas toda la vida recibiendo información de ella, de manera que cualquier exotismo queda abolido por una poderosa sensación de familiaridad, puro deja-vu a diestra y siniestra.
El camino hacia Williams, el pueblo donde pasaremos la noche, pasa por una vasta pradera dejando atrás el Hoover Dam, un descomunal embalse que es el orgullo de los lugareños. A partir de ahí vamos a empezar a familiarizarnos con las carreteras interminables y con los moteros que las surcan a lomos de sus harleys; motocicletas, ahora lo entiendo, concebidas no para correr, sino para sentir ese espíritu de infinitud, de libertad, que acá es algo más que un tópico.
Hacemos parada en una cafetería que bien podría ser el equivalente a los ventorrillos de pueblo españoles, pero con ciertas particularidades. De sus paredes cuelgan, a la venta por módicos precios, fetiches rockeros, fotos autografiadas, discos de oro y platino -quiero creer que auténticos- de gente como Aerosmith, Ace Frehley y Kiss. También hay una insólita máquina en activo del Fénix, que fue de las primeras de marcianitos en llegar a España.
El sentimiento, insisto, es por una parte de una ambigua nostalgia, pues a cada paso te asaltan los más remotos recuerdos -películas, canciones, lecturas- y por otro está esa persistente sospecha de que todo es un monumental parque temático, un decorado de cartón piedra como de spaghetti western.
Williams, con sus encargados de tiendas de souvenirs cubiertos con sombreros de cowboys, seguramente habría desaparecido hace mucho, de no absorber buena parte del turismo del Gran Cañón. Hay un espectáculo de pistoleros en un diner cerca de nuestro motel, pero preferimos refrescarnos con una cerveza en un baretucho iluminado por neones de budweiser, donde los parroquianos juegan a una especie de petanca con pastillas sobre una superficie de madera deslizante. Pido en la máquina de juke-box Carry on wayward son, de Kansas, pero me temo que el cacharro se traga mi moneda. A la salida, un vecino que fuma en la puerta me saluda con un toque en el sombrero tejano. "Es un pueblo pequeño", me dice como disculpándose.

No hay comentarios: