viernes, 1 de agosto de 2008

Far West (I) Arriving Las Vegas

Sevilla, Madrid, Atlanta y la compacta oscuridad al otro lado de la ventanilla. Y de pronto, la poderosa fosforescencia de Las Vegas. Antes de llegar a la cinta de equipajes debes atravesar un bosque de anuncios y máquinas tragaperras. Una pantalla gigante anuncia próximas actuaciones: varios montajes del Circo del Sol, Cher, Journey, Heart, Cheap Trick, Coldplay, David Copperfield... Hacía años que no oía hablar de muchos de ellos en Europa: pero seguían girando acá en los States, eternamente, como ánimas del purgatorio.
De las infinitas posibilidades que asistían a quienes pensaron crear una ciudad en medio de la nada, creo que la escogida es de las peores. La horterada y la vacuidad saltan a la vista nada más enfilar esa gran avenida conocida como el Strip. Nuestro hotel es el Luxor, una gigantesca pirámide proyectando un haz de luz sobre el cielo, con su aparcamiento con forma de tosca esfinge y sus imitaciones de columnas y divinidades llenando el vestíbulo. En las habitaciones, todos los detalles, desde la llave de la ducha a las lámparas, juegan a dar el pego. Cuando abres el cajón de la mesita de noche, sin embargo, no encuentras el Libro de los Muertos egipcio, sino la corpulenta guía telefónica y la previsible Holy Bible.
Hace unos años estuve en el Luxor de verdad, o sea, la antigua Tebas, y salvo el impresionante templo hubo muchas cosas que me parecieron cutres escenografías. Pero los viajeros que me rodeaban estaban encantados retratándose al lado de cualquier cosa que recordara a las películas de Cleopatra, aunque fuera moderno. Apuesto a que muchos clientes del hotel Luxor prefieren estas copias monumentales al Luxor original, genuino. Si es que tal lugar existe.
En el piso de abajo, el casino: mesas de ruleta, black jack, dados, se oyen a ratos voces de alegría y aplausos. Entre las estridentes máquinas de pachinko japonés y la mortecina liturgia de los bingos españoles, las tragaperras de Las Vegas emiten no obstante sonidos acolchados, tonos amables, algo así como el chill-out de la música ludópata. No hay ventanas que den al exterior, de modo que es imposible distinguir el día de la noche. Alfombras mullidas -y coloridas para no dejar ver la suciedad-, luces tenues, aún no hemos visto nada pero hay algo en este casino que, a diferencia de lo que nos muestra siempre el cine, transmite una inconsolable soledad, una veterana tristeza.

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