domingo, 31 de agosto de 2008

Por Cerdeña (VI) De Sassari al fin de trayecto

Claro que después de catar ese edén fragante a salitre y hierbas toca un poco de infierno. La entrada a Sassari sirve a tal efecto: aire de polígono industrial, caóticas indicaciones de tráfico, farolas que destilan luz verdosa, poco transeúnte a la vista y mucho conductor irritado y con prisa. ¿Esto es Sassari? Y luego la plaza mayor, cuidada en limpieza y orden pero como rechazada por los vecinos, huérfana de orgullos locales. Caminamos de aquí para allá, y el lugar más concurrido que encontramos es un despacho de comida rápida de enorme éxito en cuyos alrededores, sentados en casapuertas o metidos en sus coches, devoran los paisanos sus tristes perritos y hamburguesas.
Es Sassari tan feúcha, y que me perdonen sus más chauvinistas vecinos, que cuando subimos al cuarto piso de un restaurante para cenar, comprobamos que la terraza está vedada a la vista por una tapia, cuando lo usual sería deleitar a la clientela con vistas panorámicas. Y sin embargo, no nos han de faltar ni la simpatía del sardo y la sarda, ni la buena comida ni el confortante trago de mirto ni otros signos de identidad de esta isla que venimos celebrando desde el primer día.
En el camino a Porto Torres, hacemos un alto para visitar el monte Accoddi, algo así como una pirámide azteca en miniatura, que a juzgar por lo que nos cuenta el vigilante a la entrada -no bligliettero: el acceso es gratuito- no causa precisamente sensación entre los turistas. Una pena, porque aunque no haya escupido restos arqueológicos dignos de mención, el Accoddi, salvo para quienes detesten las lagartijas, tiene su gracia y su misterio. De modo que, desde este post, decimos al ocasional viajero a la Cerdeña: visite el monte Accoddi, visítelo.
Antes de despedirnos de la isla rodamos hasta Stintino y su costa, que bien puede presumir de aguas clarísimas, para caretiar largamente, que dirían en Colombia, entre peces variadísimos y de buen tamaño, cormoranes adormecidos sobre las rocas y alguna solitaria estrella de mar vestida de rojo coralino. Y sin tiempo casi para secarnos, el regreso a Alghero, almuerzo e imprescindible granita de postre, devolución de Limoncello, paseo por las murallas, saludo final a las ventanas que miran a poniente y a los veleros del muelle. Las águilas del Mediterráneo, mal que nos pese, deben reanudar el vuelo. Pero ahora ya conocen el camino de vuelta.

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