martes, 5 de agosto de 2008

Far west (IV) Siempre se aprende

En lo que parecería un infinito gesto de humildad, el arquitecto Robert Venturi organizó un grupo de estudio bajo el rubro Aprendiendo de Las Vegas. Ahora pienso que he sido demasiado severo en mis juicios con la ciudad y su motor, los casinos, de modo que trato de no intelectualizar, de ver un poco más allá de los atentados contra el buen gusto. Intento disfrutar. Es fin de semana, la afluencia de público crece y la atmósfera se caldea. En el Mandalay Bay actúan Mastodon y Machine Head. Tomo un aceptable tinto en una barra sembrada de máquinas lúdicas. Por todas partes hay mujeres hermosas y provocativas, muchas de ellas evidentes profesionales. Luego caminamos hacia las fuentes bailarinas del Bellagio, nos asomamos al Caesar's Palace, Ángela e Irina deciden jugar a la ruleta y ganan en su primera apuesta entre grandes risas. Creo empezar a entender el truco de la ciudad, su potente efecto desinhibidor. Luces hipnóticas, tintineo de monedas y música por todas partes, vertiginosos escotes y minifaldas, el olor de los billetes flotando en el aire, todos los símbolos del lujo y la diversión conjurados para crear una ebriedad euforizante.
En este país no dejan fumar en ninguna parte, pero en Las Vegas puedes dejar caer alegremente la ceniza sobre la moqueta de los casinos; para beber alcohol tienes que ocultar las botellas en absurdos papelotes, pero aquí puedes pasearte con una copa por todas partes; cada impulso sexual es un buen pretexto para sentir la culpa infernal, pero Las Vegas rezuma sensualidad.
Nunca la suerte (luck), la lujuria (lust) y el lujo (luxury) parecieron tan imbricados como aquí. A tu alcance está salir de la grisura cotidiana y, hasta donde puedas permitírtelo, jugar a protagonizar otra vida, una locura de derroche y hedonismo. Con la ventaja adicional de la confidencialidad: "What happen in Vegas, stay in Vegas" es un lema inamovible. La ciudad, que desde luego sabe quién eres, sabrá guardarte el secreto.

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