miércoles, 13 de agosto de 2008

Route 66 (I) Por el camino de Steinbeck

Hoy enfilamos por fin la Ruta 66, "la ruta de la gente en fuga, refugiados del polvo y de la tierra que merma", por decirlo a la manera de las Grapes of wrath. Una interminable lengua de asfalto en estricta línea recta a cuyos lados se despliega, aún más interminable, la pradera. Hileras de postes telegráficos encadenados hasta donde la vista alcanza, el aire caliente desdibujando el horizonte...
La Ruta, que una vez fue la arteria principal de la emigración, fue forjando pacientemente su mitología, hasta que la moderna red de autopistas que emprendiera Eisenhower acabó relegándola como una curiosidad turística. Los paisajes son de una majestuosidad que aturde, pero no así las poblaciones que van pespunteando el camino: Ash Fork, Seligman, Grand Canyon Caverns, Peach Springs, Truxton, Valentine, Hackberry..., se antojan pequeños núcleos residuales, crecidos como jaramagos al borde de la carretera. Gasolineras, tienduchas abastecidas con el mismo merchandising de la 66, bares en los que los lugareños matan como pueden el tiempo y la sed, algún pobre autocine medio abandonado, franquicias de comida rápida y moteles, ¡la América triste!
En un cruce recogemos a Kevin, joven autoestopista de mirada huidiza y pocas palabras. Hace unas semanas se marchó al este para buscar trabajo, y vuelve a casa hambriento y con las manos vacías. Lo dejamos en un área de servicio más adelante y buscamos una reserva india, la de los Hualapai, imaginando sus cabañas, sus tótems, sus tocados de plumas, qué se yo. Todo en vano: a lo sumo, nos ofrecen asistir a un espectáculo de indios que habrá esta noche en el lobby del Hualapai Lodge. Irina, en funciones de copiloto, recuerda una historieta de Zipi y Zape en la que los protagonistas ganaban un viaje para visitar una reserva india, pero una vez allí descubrían que nada era real.
Los indios más auténticos que veremos hoy pasan por la cafetería del vetusto hotel Frontiers, toda decorada con imágenes de Betty Boop, para retirar una gigantesca tarta de fresas y nata. Ya se acabaron los cumpleaños consagrados a los dioses de la luna y las montañas. Nada logra empañar, sin embargo, el placer intenso de volver a la carretera, a "la extensa altiplanicie, ondulante como un oleaje terrestre", al decir del viejo Steinbeck.

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