El tiempo, tan veloz, me humilla. La tiranía de la agenda me tiene vedada la compañía de los amigos, lecturas pendientes, ciertas inaplazables tareas domésticas y ciertos ocios gratificantes, mi cita con esta bitácora. Pero de hoy no pasa que continúe con el relato de esa última escapada italiana, que vuelva a verme a mí mismo junto a la placa a Shakespeare que hay casi escondida en los Portoni della Bra en Verona. Allí me citó el profesor Jordi Canals, allí me recogió junto con Pep Bernadas, de la editorial Altaïr, recién aterrizado.
El coche se pone en marcha y emprendemos el camino más largo pero más hermoso hacia Trento, ese Lago di Garda que ya conocí en mi primera visita, pero que ahora bordeamos por la orilla opuesta, la más goethiana: Torbole, Malcesina. A esta hora del atardecer las aguas asemejan un azogue envejecido, surcado por orgullosos patos. Pasamos junto a la torre que Goethe quiso dibujar, levantando las suspicacias de los vecinos, que lo tomaron por espía, y al fin cae la noche sobre nosotros. Un rato después, estamos llegando a Trento. Nos espera nuestro hotel, junto a Santa María Maggiore, la bonita iglesia que acogió varias sesiones del famoso Concilio. Jordi tiene que marcharse a ultimar los detalles del congreso, pero no sin antes recomendarnos un buen restaurante para cenar. Allí nos dirigimos después de refrescarnos un poco, y con cierta prisa porque -ya se sabe- los horarios italianos no son los de España.
Pep Bernadas camina a buen paso, pero con muletas. Me confiará su historia en el Pedavena, una birreria muy espectacular que fabrica su propia cerveza en descomunales alambiques a la vista del público, aunque nosotros nos decantaremos por un suave tinto de la zona, acompañado por unos suculentos strangolapreti, que no son cordones como los strozzapretti, sino una especie de gnocchis a la espinaca.
Pep, salta a la vista de inmediato, es de esos extraños hombres que concitan simultáneamente la bondad y la sabiduría en grandes proporciones. Hablando de los países que conoce -y los conoce bien- y calculando por lo bajo, sale la cuenta de cien años de vida. Me contó de sus estudios de antropología, de la curiosidad por las tribus nómadas que le llevaron a afincarse en Argelia cuando era un país algo más hospitalario. Se demoró en relatar la fundación de su editorial, Altaïr, y la revista homónima. También el paso por el quirófano por unas fuertes dolencias de espalda, la mala hora en que le tocaron la médula, motivo por el cual vive atado a las muletas y con la movilidad reducida, aunque nunca perdió esa arrolladora vitalidad. Pep no quiso denunciar, porque entendió que aquel cirujano había intentado aliviarle como dios le dio a entender. Pasó una larga convalecencia en el hospital y un buen día dijo que necesitaba vacaciones, y ahí que se lanzó a estrenar silla de ruedas... por Irán.
Es inútil preguntarle qué le queda por ver en el mundo. Haciendo gala de la mayor humildad responderá: "Todo". Con el estómago pesado, pero felices con la amistad recién inaugurada y bautizada con vino, caminamos de vuelta al hotel bordeando la catedral. Al llegar a mi habitación ya sabía que Trento iba a ser ya siempre para mí, entre otras cosas, una espléndida cena con el maestro Pep Bernadas y un paseo nocturno y cómplice.
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