Queremos creer que no es más que una casualidad, pero lo cierto es que no hay Feria del Libro que no tenga que lamentar uno o varios decesos. Se diría que la gente del mundillo, ante la próximidad del fin, lograra postergarlo un poco para hacer competir su último aliento con las últimas novedades, el luto con la fiesta de la lectura, como elefantes que apuraran sus fuerzas para llegar al cementerio que se esconde tras la catarata de tinta y papel, como en las pelis de Tarzán.
Este año sorprendió el prematuro adiós de Castilla del Pino, aquel tipo explosivo, ciclotímico, fotogénico y tenaz, autor de una abrumadora Teoría de los sentimientos, entre otros muchos títulos, y uno de los artífices de la humanización de la psiquiatría en España. Puso por escrito cosas que nos espantaron a todos, como aquello de que había lamentado más que no le dieran la cátedra que la muerte de un hijo, y con muchos tuvo encontronazos que hacen de él el difunto menos llorado de esta terna feriante. La última vez que lo vi, en funciones de presidente de un jurado, se quedó un buen rato encerrado en un ascensor del CAAC cartujano. Conociéndole, pensé que apenas recobrara la libertad se comería crudo a alguien, pero no fue así. Salió la mar de suave, bastante colorado de tez, pero con la caja de los truenos, la misma que abría en cualquier momento, bajo siete llaves. Así era, así se fue: impredecible.
También Benedetti tenía su carácter, pero fue avisando con mucho tiempo que se iba, despidiéndose de a poco. Había leído a Borges y sabía que morir es esa extraña costumbre que tiene la gente, pero también era consciente de que con el cariño de la masa se va uno mucho mejor. La distancia ideológica, la calidad menguante de su verso y su prosa, todo merecía nuestra franca indulgencia en aras de la gratitud que le debíamos. Ya conté en este blog la mía, ya se llenó el ciberespacio de adioses emocionados de otros. La muerte nos iguala a todos, pero la vida, y las obras, saben casi siempre marcar las diferencias.
Hace unas horas murió el crítico Rafael Conte, al que creo que nunca llegué a conocer (¿o sí, y lo olvidé?), pero cuya ausencia lamento por inducción, sobre todo, de varios amigos comunes. Me pregunto si no será esta apretada página de obituarios algo así como una competición, una perversa técnica de márketing para que unos y otros vendan más en la Feria, ¡es tan exigente el mercado! Ahora estoy en casa, y alargo la mano para coger un libro de poemas de Félix Grande, y leo en la portada el nombre de Conte como autor del prólogo. Paso las páginas, busco la primera línea, la leo. Sonrío:
"¿Y si la vida y los libros fueran una misma cosa?"
2 comentarios:
que parrandero que andas! a ver si sacas un tiempo para el monologo prometido!
un abrazo
Ay, Patri, nada de parranda, trabajo, trabajo y trabajo... a ver si saco para tantas cosas, pero sí, ese monólogo algún día habrá que hacerlo, ¿no? Ya nos toca. ¡Besos!
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