Como el tiempo libre escasea y las obligaciones me arrollan, voy a permitirme ir llevando más o menos al día mi crónica personal de la Feria del Libro de Sevilla mientras acabo, poquito a poco y por entregas, mi relato italiano último. Volvió el jueves pasado la Feria a alegrarnos la Plaza Nueva, y a demostrarnos que no es tan distinta a la otra, la de Abril, la de fama universal. Aquí también hay casetas y pescaíto, a falta de caballos buenas son las bicicletas, huele a azahar y a papel recién cortado y cosido, y además tenemos la ventaja de ahorrarnos el insano albero y las cacofónicas sevillanas.
Aquí, como en la Feria de Abril, vienen también las autoridades a hacerse la foto y a amortizar sus desembolsos con discursos larguísimos, grávidos de protocolo, retórica parda y corrección política, que no interesan a nadie, empezando por ellos mismos. No sé de dónde viene esa mala costumbre, pero si emprenden una recogida de firmas para abolir por decreto tales martingalas, no se olviden de poner mi nombre bien arriba.
Otra cosa es la figura del pregonero. El año pasado, en la Feria de Cádiz, contrataron para tales menesteres a Zoé Valdés, y su intervención no duró al parecer más de 15 segundos. Les está bien empleado a los organizadores, porque no llamaron a una escritora, o no la llamaron porque fuera escritora. Contrataron a una celebridad de cartón piedra, a un fenómeno mediático, y obtuvieron en consecuencia un pregón fenomenal. Para otro año, que contraten a un escritor-escritor, que en España hay muchos y la mayoría vive un año con lo que cobró la cubana aquella tarde gloriosa.
Algo más, pero tampoco mucho, se estiró este jueves Fernando Savater. Hombre público, hombre admirado, es capaz de concitar mucho público, y eso ya es un aval. Tampoco podemos esperar que se ponga a hablar para las masas de Spinoza o Nietzsche, o tal vez sí: nadie mejor que él, dado su conocido didactismo. Pero en fin, Savater optó por improvisar un discurso hecho de retales ya conocidos, con su poquito de humor, su poquito de erudición y su poquito de vanidad. También duró poquito tiempo, de modo que todo fue diminutivo cariñoso, salvo quizás sus honorarios.
El título de esta entrada puede inducir a error, pero advierto que no voy a hablar de arte. Voy a acordarme de aquel empresario gaditano que encargó a un pintor impresionista -muy bueno, pero más conocido por su pereza que por su talento- que le hiciera un cuadro de grandes dimensiones para decorar su bar. El artista hizo su trabajo, sí, y era una excelente composición, pero saltaba a la vista que se había aliviado bastante. De modo que el mecenas acabó diciéndole:
-¿Y no podrías echarle cien o doscientos gramos de pintura más, picha?
Valorar tu arte en gramos, a menos que tu arte consista en fundir oro o refinar cocaína, es uno de los palos más lacerantes que puede recibir un artista. A Savater le faltaron cien o doscientos gramos de oratoria. La buena noticia, que la Feria por fin ha empezado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario