No sé qué tiene el AVE, que más que moverme por la geografía me invita siempre a extraños viajes por el tiempo. No hay ida o venida que no me remita, por un motivo u otro, a algún momento del pasado. Esta vez fue el hecho de reconocer, ya en Atocha, al dúo Los Delinqüentes, y recordar que conocí a uno de ellos, el guitarrista Diego Pozo, cuando estudiaba magisterio y frecuentaba el Café de Levante y El Cambalache. Tengo una foto de Juanlu Pineda tocando precisamente en el Levante, y en ella aparece Diego a su lado, muy concentrado en las evoluciones de la mano izquierda sobre el mástil de la guitarra. Entonces yo era un periodista en ciernes y él una promesa del jazz. Ahora ambos nos ganamos la vida con nuestras respectivas faenas: en cierto modo, y salvando las distancias -él es una estrella que llena estadios- son dos grandes victorias.
Brillaba el sol fuera de la estación, y fui caminando al encuentro con Iván en la Plaza de Lavapiés. Lavapiés, Tirso y Antón Martín son los vértices del triángulo de las bermudas en el que transcurrieron algunas de las épocas más dichosas de mi vida. Para mucha gente, Madrid es una ciudad hostil, áspera, enloquecida; yo en cambio llegaba a cualquier hora, me bajaba de mi incomodísimo autobús y me caía encima un aluvión de abrazos, miraba mi mano vacía y de pronto veía en ella un vaso de ron, nunca faltaban los cigarrillos, las confidencias, a veces los besos.
Desayuno en Lavapiés, almuerzo en Argumosa con Marucha que se nos incorpora, luego paseo hasta Tirso, pasando por la entrañable cuesta de Zurita, la esquina de Olmo y Olivar donde invariablemente me abría sus puertas el Candela, aunque ya Miguel no vaya nunca más a esperarme en un extremo de la barra con un vino, uno sólo, y un poco de humeante y sabroso oro verde del Rif.
Es casi un prodigio que Ángela, recién instalada en Madrid, haya encontrado piso en Tirso de Molina. Yo casi estuve empadronado allí mismo, en el número cinco de Mesón de Paredes, y crucé por esta puerta miles de veces camino de Cascorro, sin pensar nunca que algún día dormiría ahí, frente a la esquina que ocupó Joaquín Cortés, a dos pasos de una de las últimas salas X de España, y tampoco lejos de la calle Relatores, donde moraba Joaquín Sabina.
En Mesón de Paredes fuimos Iván y yo dos muchachos sin un duro, borrachos de poesía, enamorados de mujeres terribles, siempre insomnes nosotros, tolerantes a los licores blancos, recitando hasta el amanecer ripios al alimón y durmiendo hasta el mediodía, letraheridos o simplemente heridos. Me gusta, lo reconozco, saber que todo eso forma parte del pasado. Pero también saber que ese pesado está tan a mano, apenas a la vuelta de la esquina.
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