La memoria tiene estas cosas: soy incapaz de recordar dónde he puesto las llaves, pero mientras el avión descendía -me fijé por primera vez en la belleza del Po fluyendo sobre la llanura padana, con los Alpes nevados recortados al fondo- recordé una entrevista que le hicieron en el Faro de Ceuta a una prima mía cuando fue miss de su barriada, hace unos treinta años. "¿Adónde le gustaría viajar?", le preguntaban. "A Verona, para ver la tumba de Romeo y Julieta". Mi memoria infantil registró aquel extravagante dato, y ahora me volvía a las mientes... Verona, tenía que asomarme a Verona.
En el aeropuerto me encontré con una vieja amiga de mi adolescencia gaditana, Chachu, a la que hacía años que no veía por la sencilla razón de que está afincada en Milán. No le acaba de enamorar la ciudad, cara y frenética, pero lo sobrelleva y se escapa cada vez que puede a Cádiz, a la Arcadia salada y soleada de sus años mozos.
Parece que fue ayer cuando estaba en la Estación Central de Milano, pero fue hace un mes. Cubrí el trayecto somnoliento y, cuando quise darme cuenta, ya estaba caminando hacia la Porta Nuova buscando, antes que nada, un buen plato de pasta con el que reponer fuerzas. Luego me decidí a dar un digestivo paseo por los alrededores del Arena, el anfiteatro que, conforme vaya cayendo la tarde, irá tomando tonos encarnados, como si estuviera hecho de rodocrosita.
Salí por las magníficas murallas buscando el río, el Adige, que es sin duda uno de los elementos más favorecedores de Verona: una caudalosa S cruzada por una docena de bonitos puentes, que refresca a los paseantes y aporta una claridad muy peculiar a todo lo largo y ancho de la ciudad. De hecho, me pasé media tarde fotografiando balcones, fachadas y ventanales, encandilado con el modo en que parecen absorber la luz y retenerla.
Lo enojoso de Verona es precisamente lo que volvía loca a mi prima Susana, y es esa obstinada presencia de los famosos enamorados veroneses por doquier. Tiene gracia, por ejemplo, que la calle Shakespeare se halle entre la via Montecchi y el lungadige Capuleti, no lejos de la tumba de Julieta. Pero lo verdaderamente delirante es la Casa de Julieta, cuyo pasaje de entrada está cubierto de toscos graffitis con iniciales, corazones combados y asaeteados, declaraciones de amor a dos tintas, todo ello apelmazado bajo el efecto de un insuperable horror vacui. Mientras los turistas se retratan junto a la estatua de la susodicha o bajo el dichoso balcón, yo curioseo en la tienda de souvenirs: venden pasta con forma de corazón, delantales con forma de corazón e imanes de nevera con forma de corazón.
Pero no empañará todo ese empalague el disfrute de recorrer morosamente las calles, salir de nuevo al río o a la populosa Piazza delle Erbe -antiguo foro romano-, asomarme a algunas librerías, rodear la catedral o la iglesia de Santa Anastasia y volver a perderme al azar por cualquier esquina. En mis primeras visitas a Italia, a veces veía a gente no corriendo de un lado a otro con la cámara y el plano desplegado, sino leyendo mientras sorbían un capuccino, y me parecía el no va más del placer y el buen gusto. Antes de que vengan a recogerme yo seré ese tipo con un libro en una mano y la taza en la otra, a la caída del sol, celebrando el arte del café de este país y mirando de reojo la hora en un reloj del siglo XVI.
2 comentarios:
Ale! que bonito!!
me han entrado ganas de darme una vuelta por Verona!
Espero la otra parte del viaje!
muy lindo Ale! no me tientes asi! besos
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