viernes, 4 de mayo de 2012

Un premio para Cardenal

 
Me han sorprendido, la verdad, algunas reacciones adversas hacia la concesión del premio Reina Sofía a Ernesto Cardenal. Cuando estas cosas suceden con una figura tan poliédrica, uno siente la curiosidad -tampoco demasiado acuciante, no crean- de saber qué irrita tanto a los críticos, qué hay detrás de sus invectivas. ¿Es por su obra? ¿Es por su militancia sandinista, de la que se ha distanciado en medio de fuertes polémicas? ¿Es porque fue ministro de la Revolución? ¿Por su condición de cura, o por su pertenencia a la Teología de la Liberación? ¿O por le hecho, que alguna vez me han confirmado amigos comunes en chácharas impúdicas, de ser homosexual? ¿Acaso porque no gustan sus traducciones de Catulo? Cada cual puede tener sus motivos, pero debo decir que no comparto ninguno de ellos. Me complace el premio a Cardenal, casi tanto como lo hizo el año pasado el que recayó sobre la gran Fina García Marruz.

Aunque me pillan muy lejanos, los epigramas del nicaragüense fueron una lectura alentadora de mi juventud. Aquella mezcla de amor y fervor político era justo lo que necesitaba a mis 17 años. Luego me ha divertido reconocerlos, versionados, en lugares tan distintos como un libreto de chirigota, un libro de Juan Bonilla o un muro pintarraqueado, lo que me da a entender que esos poemas han quedado felizmente disueltos en el imaginario popular, son ya de todos. Luego, leí con gusto otros libros suyos, especialmente El estrecho dudoso, que engarza la tradición del Canto general de Neruda con las Crónicas de Quiñones. 

Su filiación religiosa podría ser un obstáculo para mis simpatías, pues más de una vez he dicho que no quiero ver a un cura a menos de diez metros de mis sobrinos. Pero Cardenal no ha sido un sacerdote cualquiera. Aquella imagen de 1983, con aquel papa Wojtyla blandiendo un índice rabioso sobre su sonriente subordinado, más o menos en las fechas en que iba a dar de comulgar al tirano chileno, fue más elocuente que cualquier manifiesto o proclama que pudiera imaginarse. Si el nicaragüense podría haberse rebelado, si tendría que haber reaccionado con menos mansedumbre, son especulaciones que no me atañen. A veces la resistencia pasiva tiene un efecto mayor que la acción directa: lo saben quienes quieren penalizarla y equiparar ambas.

¿Será el problema, en fin, la persona? Cardenal no es lo que llamaríamos un tipo simpático. No es demasiado afable, ni chistoso. Le conocí en unas inolvidables jornadas literarias que hubo hace mucho en Jarandilla, junto a escritores cubanos como Miguel Barnet, Nancy Morejón y Fernández Retamar, y me pareció parco en palabras, huidizo, pero no maleducado. Me llamó la atención que fumara tan deleitosamente. Cuando no podía rehuir a los lectores que nos acercábamos a él, se mostraba paciente y hasta solícito. Mi padre, que se había prestado a hacernos de chofer para el grupo de amigos que viajamos hasta allí, se interesó por el episodio del aeropuerto de Managua, y Cardenal le regaló un ejemplar de En Cuba, sus memorias con el castrismo, donde aparece retratado mi amigo Pepe Pérez Olivares, por entonces estudiante de arte, luego poeta colosal. Casualidades de esta vida.

No veo, en definitiva, motivos para arremeter contra Cardenal y el premio con tanta furia. Salvo uno, que casi se me olvidaba: que alguien quisiera el premio para otro. Eso sí puede ser, en la República de las Letras, motivo para matar y morir. Yo mismo he tenido que reprimir mis impulsos de desenvainar la espada cada vez que le negaban algún premio a mi querido Carlos Edmundo de Ory, tendencia que sólo interrumpió su muerte. Pero no está matemáticamente demostrado que desnudar a un santo sirva para vestir a otro.      

PS.- La foto, de Claudio Álvarez para El País.

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