Olvidé consignar en las anteriores entradas otro curioso encuentro barcelonés, el que tuve con Ian Gibson en el ascensor del hotel. El hombre está que no para últimamente con el affaire Lorca, pero en el fondo no hay nada nuevo: es el fin de una historia que, guste más o menos su resultado bibliográfico, para él empezó hace veinte años. Y lo mejor no son quizá las luces que haya podido arrojar sobre la vida y la muerte del poeta de Fuentevaqueros, sino su contribución a la idea general de que hay una parte de nuestra Historia que merece ser contada y recordada, sin rencor y con el mayor sentido de la justicia.
Iba pensando en ello camino de casa de mi tía Rosa -en realidad tía de mi padre- en la calle Diputació. La tita Rosa no me veía prácticamente desde hacía 30 años, cuando vine con mis papis en el J.J.Sister, visité el zoo y jugué a los Hombres de Harrelson con mi tío Pepe, en paz descanse. De todo ello me quedan nebulosos recuerdos y fotos en blanco y negro, lo cual explica que al pulsar el telefonillo me sintiera como Ricardo Darín en Nueve reinas, intentando estafar a alguna anciana: "¿Tía? Soy tu sobrino, ¿no me reconocés?"
Me reconoció, aunque mucho más crecido que la última vez, claro. Nos fuimos a almorzar a un restaurante cercano y allí, entre plato y plato, se me ocurrió hacer un poquito de memoria histórica y preguntar cómo había sido la vida de mi abuela paterna en la Ceuta de la inmediata posguerra. No es que haya sido un tema tabú en mi familia, es que sencillamente nunca se había hablado de ello. Fue así como me contó mi tía Rosa que su padre, Domingo Val, era un campesino que labraba su pequeña finca cerca de la playa de Calamocarro. Que de esa tierra fue desposeído por cierto Padre Moguer, al parecer una joya de sacerdote que lo denunció como rojo, cuando la única militancia de mi bisabuelo había sido la azada, el azadón y la azadilla. Que a resultas de aquello quedaron desamparadas una madre con cinco churumbeles y un hombre inocente fue condenado a larga prisión en Ceuta y El Puerto.
Cuenta mi tía con detalle, pese a su memoria frágil, que aquel antepasado llegó a hacer cola camino del paredón. Y que fue el mismísimo Millán Astray, ese filántropo, quien le preguntó:
-Val, ¿qué hace usted ahí?
-Lo que quieran los hombres -dicen que respondió, resignado.
Alguna tecla rara debió de activar aquella frase en el putrefacto corazón de aquel señor, porque al instante lo apartó de la fila y lo devolvió a su celda, donde al parecer se derrumbó como cualquiera en su lugar se derrumbaría. Al cabo de los años recobró la libertad y sobrellevó su vida y su familia como buenamente pudo.
Uno no elige a sus ancestros, de modo que no tiene que responder por ellos. Pero de todas las posibilidades que se abren ante uno cuando indaga en el pasado familiar, cuanto tenga de verdad ésta que me brindó la tita Rosa no hace sino llenarme de orgullo y de un extraño, lejano, triste afecto que sólo es posible rastrear oyendo eso que llamamos los ecos de la sangre.
Iba pensando en ello camino de casa de mi tía Rosa -en realidad tía de mi padre- en la calle Diputació. La tita Rosa no me veía prácticamente desde hacía 30 años, cuando vine con mis papis en el J.J.Sister, visité el zoo y jugué a los Hombres de Harrelson con mi tío Pepe, en paz descanse. De todo ello me quedan nebulosos recuerdos y fotos en blanco y negro, lo cual explica que al pulsar el telefonillo me sintiera como Ricardo Darín en Nueve reinas, intentando estafar a alguna anciana: "¿Tía? Soy tu sobrino, ¿no me reconocés?"
Me reconoció, aunque mucho más crecido que la última vez, claro. Nos fuimos a almorzar a un restaurante cercano y allí, entre plato y plato, se me ocurrió hacer un poquito de memoria histórica y preguntar cómo había sido la vida de mi abuela paterna en la Ceuta de la inmediata posguerra. No es que haya sido un tema tabú en mi familia, es que sencillamente nunca se había hablado de ello. Fue así como me contó mi tía Rosa que su padre, Domingo Val, era un campesino que labraba su pequeña finca cerca de la playa de Calamocarro. Que de esa tierra fue desposeído por cierto Padre Moguer, al parecer una joya de sacerdote que lo denunció como rojo, cuando la única militancia de mi bisabuelo había sido la azada, el azadón y la azadilla. Que a resultas de aquello quedaron desamparadas una madre con cinco churumbeles y un hombre inocente fue condenado a larga prisión en Ceuta y El Puerto.
Cuenta mi tía con detalle, pese a su memoria frágil, que aquel antepasado llegó a hacer cola camino del paredón. Y que fue el mismísimo Millán Astray, ese filántropo, quien le preguntó:
-Val, ¿qué hace usted ahí?
-Lo que quieran los hombres -dicen que respondió, resignado.
Alguna tecla rara debió de activar aquella frase en el putrefacto corazón de aquel señor, porque al instante lo apartó de la fila y lo devolvió a su celda, donde al parecer se derrumbó como cualquiera en su lugar se derrumbaría. Al cabo de los años recobró la libertad y sobrellevó su vida y su familia como buenamente pudo.
Uno no elige a sus ancestros, de modo que no tiene que responder por ellos. Pero de todas las posibilidades que se abren ante uno cuando indaga en el pasado familiar, cuanto tenga de verdad ésta que me brindó la tita Rosa no hace sino llenarme de orgullo y de un extraño, lejano, triste afecto que sólo es posible rastrear oyendo eso que llamamos los ecos de la sangre.
2 comentarios:
De las últimas entradas la que más me ha gustado es ésta. Grande tu tio Alejandro¡¡¡
En realidad era mi bisabuelo, pero temo haber liado demasiado la genealogía... ¡Disculpa, amigo Valero, y como siempre gracias por la visita!
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