martes, 8 de enero de 2008

Una alfombra roja para Adeltef

En un relato mío, Memoria de Enzo G., hay un niño que instala un tenderete de sábanas en la azotea de su casa, algo así como una jaima, para protegerse del calor en las tórridas tardes sicilianas. Hacia el final de la historia, el narrador, ya adulto, se pregunta qué habrá sido de su amigo, al que perdió de vista hace mucho. Sospecha que podría haber tomado algún mal camino (a esa edad a todos nos tientan los malos caminos), pero prefiere imaginarlo como un gran cineasta, que gana premios y pisa con naturalidad las alfombras rojas de mil festivales.

Cuando escribí aquello de la jaima pensaba en Adeltef, un amigo del barrio ceutí de Hadú que, en efecto, construyó algo similar en su casa -ahí mismo, bajando la cuesta, junto a La Viña- para envidia de todos los niños en varias manzanas a la redonda. Soy un escritor escaso de imaginación, y mis personajes y situaciones son mosaicos que compongo con trozos de muy diversa extracción, una especie de Mr. Potato montado con piezas de aquí y allá, unidas mal que bien con el loctite de la prosa.

Pero a veces las piezas más rocambolescas encajan de un modo insólito, asombroso. Hoy, después de dos décadas sin saber de Adeltef ni de su hermano Rafe, he descubierto que mi amigo de la infancia es ahora el director Abdelatif Widar, y para más señas candidato al Goya al mejor corto de ficción. Antes de dejarme arrebatar por el síndrome de Paul Auster -ese infatigable pero fatigoso cazador de casualidades-, he corrido a bajarme Salvador (historia de un milagro cotidiano). Y afirmo que es una cinta excelente, de una enorme sutileza y de una poética intensa, sobre el fondo atroz del 11-M.

No he dudado en buscar el teléfono de la productora, me he hecho con su número y lo he llamado de inmediato. Mientras sonaba la señal, he temido que no se acordara de mí, que una voz demasiado ocupada me mandara al carajo. "¿Adeltef?" Después de reconocernos, creo que me ha caído encima toda la memoria medio diluída de aquellas vacaciones interminables, el mercado, el Morro, mis primeras curdas de feria, el Chorrillo y la Ribera, los partidos de baloncesto en el Masculino y la Normal, el cine de verano frente al cuartel de los picolos...
Quiero creer que, ante aquella modesta pantalla, empezó a germinar el futuro hombre de cine. Y que el niño que fui se sentiría orgulloso del niño Adeltef, aquel que montaba envidiables jaimas en su azotea y que hoy monta sueños de celuloide.

6 comentarios:

lcg dijo...

Me ha encantada esta historia. Lo siento, o, mejor dicho, te aguantas, pero ¿será por el tufillo a Auster?. Besos.

Alejandro Luque dijo...

Yo creo que te encanta por lo mismo que a mí: porque es una historia bonita, y porque además es real. Y no olvides que la realidad siempre supera a Paul Auster :-). Besos sin austeridad!

Aly. dijo...

Di que si, que es real como la vida misma, yo doy fe. A mi me ha encantado. eres genial.

Alejandro Luque dijo...

Aly, habrá que explicar a los eventuales lectores que eres mi prima, que tú también creciste en Hadú, ¡y que fuiste quien me contó lo de Adeltef! Dicho lo cual, gracias por tu comentario y besitos a todos al otro lado del Estrecho.

Rafael González dijo...

En modo alguno eres un escritor escaso de imaginación. Sí, vale: aclaro también que soy tu primo. Pero esto no tiene nada que ver con la familia. Tiene que ver con la literatura, pero ante todo con la vida. Andando el tiempo me he convencido de que nadie inventa de la nada, todo el mundo crea a partir de migajas de existencia, propia o ajena. De hecho, creo que la escritura más emocionante, la que más nos eriza la piel y nos da ganas de llorar y nos hace feliz es aquella que uno siente sentida, aquella en la que uno percibe el olor del escritor, quien primero vivió y luego escribió. Mira Kafka, mira Carver, mira Chejov, por poner tres ilustres. ¿O no?

Alejandro Luque dijo...

Completamente de acuerdo, querido. Estuve una vez con Gabo y empezó a desmenuzar 'Cien años de soledad' -prodigio de fantasía- confesando que tal personaje era su tío, que la niña que comía tierra era su primo, que este o el otro Buendía era... Pero has dado en el clavo: el que escribe es el primero que tiene que sentirlo. Por eso la literatura es, de todas las mentiras, la que dice la verdad.