Juan José Téllez fue el primer poeta al que conocí en persona. Vino al instituto donde yo estudiaba a dar una charla, y para mí supuso una revelación. A él le debo descubrir que la poesía, más allá de los bécqueres y los esproncedas de los manuales, también podía oler a gasolina y saber a ron, tener la luz de los días azules como de los sórdidos callejones de los barrios conflictivos, y sobre todo cantar al amor en un tono más cercano al del cine negro o el rock que al de la eterna primavera de los tópicos románticos.
Lo malo fue que, como con todas las primeras influencias, cuando tiene muchas ganas y todo el tiempo del mundo, me dediqué a desmontar y a montar cada uno de los engranajes de los poemas de Téllez, pieza a pieza. Me aprendí varios poemas suyos de memoria, y los recité a menudo en noches de pleamar etílica. Creo que aprendí mucho, pero llegó un punto en que su poesía no podía depararme ninguna sorpresa. Ese momento, además, coincidió con un momento de consolidación de la poética del algecireño, fijada definitivamente en Transatlántico (2000) y Las causas perdidas (2005), y de mi creciente interés por otras formas de expresión. Si como autor y lector fuéramos un matrimonio famoso, habrían cundido rumores de separación entre los paparrazzi.
No sé si Téllez merecerá un lugar en el Olimpo entre Darío y Vallejo, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que al menos un libro suyo, Daiquiri (1986) merece estar entre los grandes títulos fundacionales de lo que luego llamaríamos poesía de la experiencia, junto a El jardín extranjero de García Montero, La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca o Los vanos mundos de Benítez Reyes. Incido en ello porque los cronistas de esa época suelen olvidarse algunos nombres con demasiada ligereza, pero también porque el último libro de Téllez, Las grandes superficies, recupera y pone al día aquella sensibilidad.
Aquí concurren todas las señas de identidad de su poesía: el ritmo regular y constante, los plurales mayestáticos, las enumeraciones, las imágenes exóticas y cinematográficas, los finales rotundos e incluso sus famosísimas erratas, si bien muy reprimidas en esta edición. Pero lo que de veras conecta al citado libro de los 80 y a éste del siglo XXI es precisamente el tiempo transcurrido entre ambos, ése en el que nuestro país salió del subdesarrollo para entregarse a una borrachera colectiva cuya resaca pagamos ahora, después de jugar durante demasiado tiempo a que éramos ricos y eternamente jóvenes.
Algunos versos son como baldes de agua directos a la cara del lector dormido: "Al salir cargados los carros de la compra/, quizá nos detengamos a reparar que fuimos/ forajidos sin guarida y amazonas intrépidas,/ cuando los corazones galopaban salvajes/ y las costumbres solían ser atrevidas/ como una mano lasciva sobre un escote palabra de honor.// Vino después a domarnos la gente de orden,/ a ceñirnos la brida de un empleo honrado/ y enseñarnos el rumbo de las compras a plazos,/ de las ideas baratas y las horas extraordinarias,/ mientras el alma se llenaba de grandes superficies".
Téllez propone una reflexión que pasa, necesariamente, por echar una mirada atrás. El poeta que creyó en las utopías sigue enarbolándolas, aun con todos sus desengaños, 25 años después. Sin embargo, del mismo modo en que no podemos (ni debemos) enamorarnos como cuando éramos quinceañeros, es preciso ajustar nuestras emociones y nuestras revoluciones al tiempo presente. Tal vez la poesía, como sugiere este libro, sea una herramienta imprescindible en la exigente revisión que nos toca afrontar.
Lo malo fue que, como con todas las primeras influencias, cuando tiene muchas ganas y todo el tiempo del mundo, me dediqué a desmontar y a montar cada uno de los engranajes de los poemas de Téllez, pieza a pieza. Me aprendí varios poemas suyos de memoria, y los recité a menudo en noches de pleamar etílica. Creo que aprendí mucho, pero llegó un punto en que su poesía no podía depararme ninguna sorpresa. Ese momento, además, coincidió con un momento de consolidación de la poética del algecireño, fijada definitivamente en Transatlántico (2000) y Las causas perdidas (2005), y de mi creciente interés por otras formas de expresión. Si como autor y lector fuéramos un matrimonio famoso, habrían cundido rumores de separación entre los paparrazzi.
No sé si Téllez merecerá un lugar en el Olimpo entre Darío y Vallejo, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que al menos un libro suyo, Daiquiri (1986) merece estar entre los grandes títulos fundacionales de lo que luego llamaríamos poesía de la experiencia, junto a El jardín extranjero de García Montero, La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca o Los vanos mundos de Benítez Reyes. Incido en ello porque los cronistas de esa época suelen olvidarse algunos nombres con demasiada ligereza, pero también porque el último libro de Téllez, Las grandes superficies, recupera y pone al día aquella sensibilidad.
Aquí concurren todas las señas de identidad de su poesía: el ritmo regular y constante, los plurales mayestáticos, las enumeraciones, las imágenes exóticas y cinematográficas, los finales rotundos e incluso sus famosísimas erratas, si bien muy reprimidas en esta edición. Pero lo que de veras conecta al citado libro de los 80 y a éste del siglo XXI es precisamente el tiempo transcurrido entre ambos, ése en el que nuestro país salió del subdesarrollo para entregarse a una borrachera colectiva cuya resaca pagamos ahora, después de jugar durante demasiado tiempo a que éramos ricos y eternamente jóvenes.
Algunos versos son como baldes de agua directos a la cara del lector dormido: "Al salir cargados los carros de la compra/, quizá nos detengamos a reparar que fuimos/ forajidos sin guarida y amazonas intrépidas,/ cuando los corazones galopaban salvajes/ y las costumbres solían ser atrevidas/ como una mano lasciva sobre un escote palabra de honor.// Vino después a domarnos la gente de orden,/ a ceñirnos la brida de un empleo honrado/ y enseñarnos el rumbo de las compras a plazos,/ de las ideas baratas y las horas extraordinarias,/ mientras el alma se llenaba de grandes superficies".
Téllez propone una reflexión que pasa, necesariamente, por echar una mirada atrás. El poeta que creyó en las utopías sigue enarbolándolas, aun con todos sus desengaños, 25 años después. Sin embargo, del mismo modo en que no podemos (ni debemos) enamorarnos como cuando éramos quinceañeros, es preciso ajustar nuestras emociones y nuestras revoluciones al tiempo presente. Tal vez la poesía, como sugiere este libro, sea una herramienta imprescindible en la exigente revisión que nos toca afrontar.
[Publicado en Estado Crítico, extracto]
4 comentarios:
Conozco a Téllez profesionalmente, pero nunca me he parado a leerle su poesía. Lo incluiré en mi listado de poetas de la experiencia para cuando les hablo de ellos a los alumnos de Bachillerato. ¿Está en la calle (en las librerías, quiero decir) ese título, Daiquiri, de 1986, todavía?
Un saludo, y ánimo con lo del puto ERE.
Me temo que Daiquiri sea ya inencontrable, salvo que nos sorprenda alguna librería de viejo de esas que tienen de todo. Parte de esos poemas estaban en la antología 'Melodías inolvidables', me temo que igualmente difícil de encontrar. Proponemos desde aquí reedición o, en su defecto, versión descargable y gratuita en pdf. Gracias por la visita y por los apoyos, amigo.
Gracias por el comentario, amigo Alejandro. Por cierto, te echamos de menos como percusionista de Juan Luis Pineda el último viernes. El libro "Daiquiri", como mis seis primeros títulos poéticos, forma parte del conjunto "Ciudadelas y Sextantes", que publicó RD hace tres años. Lo mismo, todavía se puede encontrar por las librerías esta recopilación.
Una entrevista con el gran J.J.:
http://www.mediterraneosur.es/prensa/tellez_juanjo.html
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