El primer paso para que desaparezca un oficio es la convicción de que los profesionales que lo ejercen son prescindibles. Una de las formas más efectivas para lograrlo es el consabido "hágalo usted mismo". Cuando empezábamos en esto, un testigo era una fuente. El periodista acudía al lugar de los hechos -entonces había tiempo- e interrogaba a cuantos pudieran proporcionar información. Con todos esos testimonios, y otros que pudiera recoger levantando teléfonos y tomándose cafés, elaboraba una información cuya máxima consigna era la objetividad.
Ese viejo sistema de trabajo, que con variantes se reproducía en las secciones de Sucesos, Cultura o Deportes, empezó a ser tácitamente cuestionado algunos años atrás. Cuando uno de los grandes periódicos españoles inauguró una sección titulada Yo, periodista, en la que se animaba a los lectores a cruzar el espejo y sentarse en la silla del redactor, o ponerse el chaleco del fotero, no se estaba apostando por un periodismo close-up, sino colaborando con el descrédito de la profesión. ¿Quién necesita un periodista, cuando cualquier vecino con un ordenador y una cámara puede serlo? ¿Para qué la deontología, el saber, la experiencia, la concisión o el estilo, cuando se pone a nuestro alcance la fantasía de una información pura y sin refinar, unos medios sin intermediarios?
Otro síntoma de esta tendencia fue la creciente producción de información oficial por parte de los gabinetes de prensa, cada vez más numerosos -todos: instituciones, partidos políticos, empresas, artistas, entendieron que era imprescindible tener uno-, al mismo tiempo que se limitaba la posibilidad real del periodista de abordar por su cuenta el objeto de la noticia. Entrevistas precocinadas, cuestionarios pactados, dossieres propagandísticos han acabado ganando terreno, cuando no usurpando las labores propias del oficio. Hoy nuestra agenda está más dictada por las convocatorias que nos llegan que por las citas que urdimos, lo que da como resultado una escalofriante homogeneidad en los contenidos de unos medios y otros. La rueda de prensa sin preguntas, inimaginable hace apenas diez años, se ha convertido en una nefasta costumbre que atenta frontalmente contra la libertad de expresión.
De todo esto se ha hablado mucho, sin que nadie haya encontrado aún el modo de conjurar esta tendencia. El éxito de las redes sociales, que a menudo actúan como íntimos magazines, periódicos hechos a nuestra medida protagonizados por nuestros parientes y amigos, ha acabado por despojar al periodista, como ya apunté ayer, no sólo de su aura romántica, sino también de sus atributos y responsabilidades. Una curiosa señal de alarma al respecto es la circunstancia, cada vez más común, de que un entrevistado te diga cómo debes titular la pieza, qué debes destacar e incluso qué preguntas debes formularle. Probablemente esa tentación ha existido siempre, pero hoy se cede a ella con un desparpajo que asombra. Me cuesta creer que los pacientes de los ambulatorios le digan al médico de turno cómo debe poner la inyección, o al piloto qué ruta es la mejor para llegar a Orly, o al arquitecto dónde debe ir la viga maestra.
Tampoco es que debamos atrincherarnos en la soberbia; si algo sabemos es que nunca dejaremos de aprender y que, por supuesto, forma parte de nuestro trabajo aceptar sugerencias. Pero esa sensación de que nos toman por obedientes escribas, por dóciles amanuenses al dictado de cualquiera (un político, un empresario, un intelectual...) me hace preguntarme con un escalofrío si sólo nos verán así, o nos habremos convertido efectivamente en eso como un primer, necesario paso hacia la extinción.
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