Casi sin tiempo de acabar la entrevista con El Roto, hube de parar un taxi que de milagro se me cruzó en La Cartuja para llegar a mi otra gran cita de la tarde: una entrevista con Juan Cruz, que venía presentando sus muy apetecibles Egos revueltos, el libro con que conquistó el último premio Comillas.
Debo reconocer que, como periodista, Juan Cruz nunca me acaba de convencer (es demasiado dado a formular preguntas sin interrogante, signo de pereza o desdén, y me incomoda su prisa en publicar sus necrológicas) pero como editor somos muchos los que tenemos una larga deuda con él. Egos revueltos son precisamente sus memorias en este campo, o sea, la época dorada de Alfaguara.
Creo que en los últimos años le he entrevistado tres veces. En la primera, en la cafetería del hotel Colón, le pregunté si era cierto eso que Sabato cuenta en España en los diarios de mi vejez, que Cruz llevaba siempre encima tres teléfonos móviles que no paraban de sonar a la vez. Me demostró que no era cierto, sólo llevaba uno; que sonaba, eso sí, por tres.
Pensé que me iba a regañar por no llevar grabadora y escribir todo a mano, pero fue al contrario: "Muy bien, yo siempre escribo mis entrevistas a mano. Las grabadoras son traicioneras", me dijo más o menos.
En la segunda ocasión que nos vimos, también en el Colón pero en un aparte del vestíbulo, pude comprobar la extraordinaria capacidad de ingesta de cafeína que tiene Cruz, más que posible causa de su naturaleza inquieta. Conté hasta quince maneras distintas de poner los pies por encima de la mesita baja que nos separaba. También recordamos a un amigo común, mi querido Adriano González León, cuya muerte reciente había yo conocido precisamente por una necrológica de Cruz.
En esta última ocasión, en el hotel Vinci La Rábida, yo llegué con prisa pero al instante me di cuenta de que la entrevista no iba a ser fácil. El teléfono único, como de costumbre, no paraba de sonar, porque acababa de morir Miguel Delibes y todas las radios querían una reacción; un par de profesores de la Universidad, a la sazón amigos míos, habían venido a saludarle; una fotera de la competencia llegaba tarde y me pidió robármelo sólo un minuto, y yo -como si no conociera a esa raza de mentirosos patológicos, los foteros- me lo creí.
Lo peor es que Cruz debía coger el AVE en apenas veinte minutos. Entonces pronunció las palabras que ya me estaba temiendo:
-¿Y por qué no hacemos la entrevista camino de la estación?
Pilotaba una señora, supuse que contratada por la editorial. Juan y yo viajábamos detrás. El vehículo salió como una bala en dirección a Santa Justa, y el escritor iba respondiendo a mis preguntas en medio de mil llamadas de teléfono. Yo perdía el hilo, pero él no: terminaba de hablar de Delibes con la cadena Ser y retomaba nuestra conversación justo donde la había interrumpido.
A la altura del palacio de San Telmo descubrimos -¡horror!- que el camino estaba cortado por no sé que obras o manifestaciones, lo que obligó a nuestra choferesa a volver al Paseo de las Delicias y pisar a fondo el acelerador. Yo estaba empezando a marearme seriamente, pero fingí compostura y seguí con el interrogatorio. Hasta, que pasado el Alamillo, creyendo que tenía material de sobra y aprovechando una nueva llamada telefónica, me bajé casi en marcha del vehículo. Casi no tuve tiempo de decir adiós y gracias antes de verlo desaparecer tras una nube de polvo y humo.
Y así transcurrió mi tercer encuentro con Juan Cruz. Espero que tengamos pronto el cuarto, pero advierto de que la próxima vez no saldré de casa sin mis biodraminas.
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