Aproveché que estaba en Madrid para pegar un salto al Teatro Alcázar y ver El testigo, la adaptación que Rafael Álvarez, El Brujo, ha hecho del conocido relato de Fernando Quiñones. Habrá quien se pregunte por qué no fui a verla cuando vino a Sevilla, al Teatro Central. Eso mismo quisiera saber yo. Por gusto de gastarme 30 euros no es, desde luego. Para ser exactos, 60 euros, pues iba acompañado y con ganas de invitar. No puede decirse que sean precios muy populares los de la capital, pero lo bueno se paga.
No debo insistir demasiado en las excepcionales cualidades de El Brujo como cómico, ni en las del texto de Quiñones, que releí hace poco para recordar lo difícil que es mantener la sensación de oralidad de modo sostenido y convincente. Podría buscarle algunos peros a la puesta en escena, desde la conveniencia de algunas morcillas a la confusión de acentos que cualquier espectador andaluz reconocerá, pero todo serían torpes formas de distraerse de una evidencia: el actor hace que casi se haga corta la hora y media de monólogo, y logra levantar oleadas de hilaridad en el patio de butacas.
Eso fue lo que más me llamó la atención: que, a partir de un relato de enorme carga dramática, se pueda erigir un monumental espectáculo de humor. Me vinieron a la cabeza unas palabras de Iván que recogí en mi Viaggio: "Cualquier histrión de tercera fila monta un monólogo humorístico. Nadie, sin embargo, se atreve hoy día a ofrecer un espectáculo trágico, por miedo a que se rían de él". Y así era. Por un lado, daba la impresión de que, con la que está cayendo, es mejor no aguarle el sábado noche al respetable con un dramón; y por otro, es mucho más efectivo y seguro atacar el flanco de la guasa, al tiempo que, a fuerza de risoterapia, se cuida de la salud pública.
El peligro de todo ello es que quede desdibujado el fondo del relato. Que ese aleph que entrevé Miguel Pantalón cuando la inspiración le acompaña parezca un mero desvarío, y no una aproximación al misterio del tan cacareado duende y del secreto mecanismo de las emociones. Y sobre todo, que los desplantes que el cantaor hace ante los señoritos parezcan una extravagancia, y no un arrebato de dignidad.
Si el teatro es ese necesario espejo que nos enfrenta a nuestras contradicciones y a nuestras sombras, yo llenaría el Teatro Alcázar de flamencos, para que entre risas se detuvieran a pensar cuántas veces no han malvendido su arte entre los viejos y los nuevos señoritos a cambio de esos trozos de papel que Miguel Pantalón tiraba por los aires como respuesta a la arrogancia de quienes pagaban el cante grande con limosnas. Y, ya puestos, que tras los flamencos pasaran los artistas plásticos, los escritores, los músicos, los cineastas, los teatreros, los bailarines, haciéndose la misma pregunta. Sin cinismo, sin excesiva contrición, tampoco; sólo por preguntarse, por saber.
"Que se lo meta en el culo el dinero. El que lo dio. Los que lo cogieron, allá ellos". Ése era Miguel Pantalón. En la obra de El Brujo está, muy amortiguado por las risas, pero está. Dando en voz alta su humilde opinión sobre estos tiempos que corren.
P.S.- Una última cuestión, y siento ponerme quisquilloso: de entre toda la gente por cuyas manos pasara el texto del programa de mano, ¿de veras no hubo nadie que se llevara las manos a la cabeza al leer el nombre de un tal 'Pedro García Baena', santo dios?
2 comentarios:
Aunque no te voy a quitar ni un ápice de razón, es indudable que las tablas de Rafael Álvarez le permiten tomarse la licencia de adaptar todo a su humor. Otra cosa ya es que cada espectador sepa lo que hay detrás o no.
Y la confusión Pedro-Pablo García Baena, ¿será por los Picapiedra?...
Un abrazo.
Rocío, que no te escribo nunca pero te agradezco siempre. Muchos besos!
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