Media docena de amigas le regalaron a Ángela por su cumpleaños un libro escrito por ellas mismas, una especie de homenaje polifónico en el que todas eran a la vez autoras y protagonistas. Todas son también periodistas, de modo que la prosa aguda se les supone como el valor a los legionarios. Esperaba mucho de sus relatos, pero el resultado final superó mis expectativas: no tienen nada que envidiarle a la mayoría de las antologías de nuevos narradores que circulan por ahí.
¿Qué diferencia hay entre la gente que escribe bien y un buen escritor? He vuelto a hacerme esa pregunta cuando, en el transcurso de las dos últimas semanas, se han acumulado en mi mesa varios libros de autores que relaciono más con otras disciplinas que con la literatura. Sin salir de Sevilla, me encuentro con Esplendor en el melonar, poemario de Eduardo Bonachera -Tachera-, carismático líder del grupo de rock Los Sentíos; con Las correspondencias, interesantísimo proyecto de ese inquieto y visionario artista que es Pedro G. Romero; y con Little memories, los cuadernos secretos del pintor Luis Gordillo, primera entrega del sello editorial que ha impulsado la prestigiosa galería Rafael Ortiz.
Permítanme detenerme en este último título para tratar de responder a la pregunta de arriba. Alguna vez he dicho que cualquier persona con un nivel cultural medio puede pergeñar un texto aceptable; lo que define al escritor es la constancia -no basta con que suene la flauta- y sobre todo la capacidad para discernir entre lo que vale la pena y lo que, de entre sus escritos, peca de banal, de sensiblero, de torpe o intrascendente. Es decir, no se trata tanto de saber crear, como de saber tirar. No sé por qué, creo que los grandes maestros escriben más con la papelera que con la pluma.
Luis Gordillo, pintor de indiscutible significación, se presentó ante la prensa como "un analfabeto poético". Llegó incluso a despreciar a Cernuda, tildándolo de cursi: unas declaraciones que han ofendido mucho a algunos cernudianos, pero que yo entiendo como una maniobra de distracción, una boutade. Es evidente que estaba ensayando una peculiar captatio benevolentiae, sugiriendo que lo leyéramos como pintor que escribe, y no con la vara de medir poemas al uso. Legítima reclamación que no evita llegar a una conclusión: Gordillo ha escrito cosas brillantes y cosas insignificantes; a un aforismo feliz le sigue una ocurrencia más pobre, y todo se mezcla en una elegante y despreocupada promiscuidad.
Estas carencias de la edición están justificadas, no obstante, por un hecho: Luis Gordillo no es un mindundi, sino un artista plástico de primera línea. Y hasta sus escritos más flojos complementan y enriquecen, de un modo u otro, una obra que merece la admiración de muchos. Hasta como simple curiosidad tiene su valor. Claro que no todos somos Luis Gordillo: por si acaso, mejor tener siempre a mano el rotulador rojo, la voraz papelera, o mejor aún, la chimenea redentora, para arrojar en ella todo eso que se interpone obstinadamente entre nosotros y la buena literatura.
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