Entrevisté hace ya unas semanas a Joan Margarit, hombre bueno y cargado de palabras hermosas, a cuenta de su último poemario, Misteriosamente feliz. Y feliz sin misterio, porque necesitaba un avión para descansar de Sevilla, me planté en su Barcelona, la ciudad musa de Margarit, para pasar el fin de semana.
Volví a abusar de la confianza de mi amiga Karol, la arquitecta doblemente polaca, y me instalé en su nuevo piso junto a la Sagrada Familia, un apartamento luminoso que comparte con otras dos arquitectas. Recordé que Margarit, poeta y arquitecto, aparecía en la portada de una de sus antologías en plan visita de obra, con casco y todo, precisamente frente a la Sagrada Familia, ese prodigio que todos hemos emulado de niños en la orilla de la playa levantando gota a gota churros de arena.
Feliz me veo deambulando por el barrio gótico, demorándome frente un arroz negro con un tinto aceptable y refugiándome al fin, con grata lectura a mano, en la Estació que para mí fue antes un libro de Margarit que una terminal, y que para él es más un lugar de la memoria que una tangible "estructura/ de hierro y de cristal de la Estación de Francia,/ con olor a carbón es los andenes/ y el mostrador mojado en la cantina". Salí casi al anochecer, seguro de que a veces vale la pena cambiar de ciudad, como se decía de aquellas travesías de Cádiz a La Habana, para tomar un café.
No hay comentarios:
Publicar un comentario