Iba predispuesto, sí, a que me gustara, y no salí defraudado del cine. Me apetecía reencontrarme con ese Mickey Rourke resurrecto después de El corazón del ángel, y a quitarme el mal sabor de boca que me dejó Darren Aronofsky con Réquiem por un sueño. Iba dispuesto a que me contaran de nuevo la fábula del ídolo caído, de la estrella que se apaga y tiene que aprender a seguir adelante. Y a abandonarme a la estética del fracaso, a la que muchos rendimos culto en nuestros primeros poemas porque creíamos que así sobrellevaríamos mejor, e incluso dignificaríamos, nuestras propias, pequeñas derrotas sentimentales.
Lo que no esperaba encontrarme era una banda sonora tan ajustada al mensaje de la película. La música de The wrestler está trufada de viejas glorias del rock americano. Me costó reconocer, de tan vieja, la canción de Quiet Riot que acompaña a cada salida al ring del personaje de Ram, ese amarillento Metal health. Más fácil fue identificar la de Firehouse -yo prefería Don' t treat me bad y All she wrote- y el Balls to the wall de la etapa decadente de Accept. Vetustos hits de los que ya nadie se acuerda. ¿Dónde están esos tipos que ayer llenaban estadios, y paredes con su efigie en los pósters, y no daban abasto con tanta groupie? ¿Qué se hizo de esos nombres que nos sabíamos de memoria como si fueran míticas alineaciones de fútbol, y que hoy son fantasmas extraviados en la memoria, pálidas figuras de cera en el museo de nuestros días perdidos?
Y no porque fueran buenos, no. He vuelto a escuchar alguna de esas canciones y me parecen malísimas. No digamos si busco los clips en Youtube. Madre mía. Y sin embargo, casi me echo a llorar cuando el viejo y hormonado Rourke se pone a canturrear el Round and round de los Ratt, y llega a la conclusión de que "los 90 fueron una mierda", o algo así. Claro, vino Kurt Cobain y su nihilismo desengañado y lo barrió todo. Pero no es que los 80 fueran lo máximo en buen gusto y creatividad. Es que teníamos toda la vida por estrenar y aguantábamos todos los combates que quisieran echarnos encima.
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