sábado, 24 de mayo de 2008

Nadando con O'Neill

Yo tuve una isla. Todo el mundo la llamaba La Peña, era lo poco que quedaba de alguna vieja muralla defensiva y se erguía entre las playas del Chorrillo y de la Ribera, en Ceuta. Mis primeros viajes hasta alcanzarla los hice encaramado a hombros de mi padre, como una lamprea aferrada a la aleta de un delfín; luego pude ganarla con trabajosas brazadas, siempre un poco intimidado por los fondos rocosos, que yo sospechaba llenos de erizos y morenas; y ya de mayorcito iba y venía varias veces en un día, pues con el tiempo había comprobado que no estaba tan lejos de la orilla. Actualmente La Peña no existe -alguien pensó que era factible aplicarle la piqueta o dinamitarla, y sólo por eso fue borrada del paisaje-, pero me basta cerrar los ojos para reproducir su tosca topografía, la forma exacta de las lagunas que se formaban en ella al bajar la marea, los rincones donde prosperaban las lapas o las anémonas.
He vuelto a recuperarla varias veces estos días mientras leía Nadan dos chicos, del irlandés Jamie O'Neill. Su traductor, Antonio Rivero Taravillo, tuvo el detalle de regalármela para sobrellevar mi convalecencia, y puedo certificar que 785 páginas hacen mucha compañía. Los chavales del título se preparan para alcanzar a nado una isla mucho más distante que mi Peña, al otro lado de la bahía, y alrededor de ese desafío va desarrollándose una hermosa historia de amor, un fresco fascinante del Dublín de principios de siglo XX, un complejo tejido de personajes, voces, consignas, sucesos y emociones muy, muy potentes, por más que sienta que se me escapan muchas claves, muchos matices para iniciados.
"Es un novelón", me advirtió Antonio. "Un gozada", me dijo Menéndez Salmón. "Es la mejor novela que ha dado Irlanda en los últimos años", decía Guelbenzu en la prensa hace unas semanas. Pero es Andrew Solomon, en la contraportada, quien de veras la clava: "Leer este libro es como nadar. Tienes que tomar mucho aire e introducirte en un elemento extraño..." Lo que yo no imaginaba es que, cada vez que emergiera para recuperar oxígeno, fuera a encontrarme con mi propia isla, la Peña de mis veranos infantiles, intacta, indestructible, tan lejos de Dublín.

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