Empiezo a tener memoria de anciano: recuerdo el sabor de un café que me tomé hace quince años, pero no sé dónde he puesto mis gafas. No puedo precisar lo que he leído esta semana, pero tengo presentes algunos libros que compré cuando empezaba a sentir el gusanillo de la literatura. Hoy, al conocer la muerte de Miguel García-Posada, he recordado por ejemplo la primera antología que compré: los 40 años de poesía española de la editorial Burdeos, con sus tapas color sangre en rústica, firmada por el sevillano. Allí leí por primera vez a un montón de autores que luego formarían parte de mi santoral privado, desde Cirlot a Labordeta, y entendí que una de las labores del buen crítico no es la de decir la última palabra, sino remitir a otros libros, estimular al lector a hacer su biblioteca.
Que en apenas dos días hayamos perdido a Carlos Pujol y a García-Posada supone un daño difícil de calcular para las letras españolas. Con éste último nunca llegué a tener amistad, pero siempre recibí por su parte un trato afable, y una disposición a compartir lecturas e ideas que siempre he agradecido. Le recuerdo en El Escorial, celebrando con nosotros el nacimiento de la revista Caleta y animándonos a continuar; en Sanlúcar, con Ángel González y Caballero Bonald, contándome el placer que le había producido ese verano la relectura de Manhattan Transfer; y también en Sevilla, acompañando a sus viejos camaradas de la facultad, casualmente los tres con Jota: Julio Manuel de la Rosa, Jacobo Cortines, Julia Uceda.
Para entonces García-Posada había perdido mucha presencia en la República de las Letras, pero no hay que olvidar que hubo un tiempo en que el sevillano concentró mucho poder en sus manos, como crítico de El País y miembro con voz y voto en algunos de los premios más importantes del país; para los valedores de la poesía de la diferencia, por su amistad con los García Montero, Benítez Reyes y compañía, se trataba de poco menos que el diablo, título que ostentaba ex aequo con García Martín.
Me cuentan que en los últimos tiempos, cuando su salud sufrió una grave degradación, García-Posada se quedó bastante solo. Sus enemigos de antaño se olvidaron de él, pero puede que también algunos de los que consideraba sus amigos. ¿Hubo algún desencuentro en aquella homogénea cofradía, o simplemente su figura se opacó al salirse del foco? Es una pregunta cuya respuesta no estoy muy seguro de querer conocer. Me quedo con su buen trato para con los advenedizos de aquellos años 90, y con la lejana gratitud por su antología de cubierta color sangre: esa que recuerdo mejor -suerte la mía- que el periódico que leí esta mañana.