viernes, 17 de abril de 2009

Norte de Italia (IV) Sin tiempo en Venecia

¿Qué es un día en Venecia? ¿No es nada, o es todo el tiempo? Eso iba pensando cuando dejamos atrás la deslucida estación de Mestre -la ciudad que Quiñones, que encontró al amor de su vida y se casó aquí, identificaba con San Fernando-, y eso pensé al marcharme por la misma vía férrea. Llegar a Venecia y que se te caiga encima, como si fuera una cornisa desprendida de la memoria, el episodio del Corsario de Hierro alojado en el Palacio del Dux, el mercader de Shakespeare y el Corto Maltés, Tiépolo y el comisario Brunetti, Thomas Mann y Andrea Palladio, Tintoretto y hasta James Bond, que anoche mismo aparecía en televisión navegando por el Gran Canal a toda vela, ¿quién puede ser inocente en Venecia?
Un día, sólo un día. Suerte que Agus y Elena conocen bien la ciudad, y apenas superamos el controvertido puente de Calatrava -menos terrible de lo que se ha dicho-, ya están orientados para aprovechar al máximo la jornada. Un día da para saber que esta es la única ciudad italiana donde las calles no son strade sino calli, las plazas no son piazze sino campielli, y los barrios no son quartieri sino sestieri, lo cual habla de lo mucho que le gusta a los venecianos conducir su góndola léxica a contracorriente.
"Te propongo el siguiente ejercicio espiritual: transfórmate en pie", dice Tiziano Scarpa en su ya clásico Venezia è un pesce. Un día en Venecia da para caminar mucho, mucho, para recorrer las fondamente y detenerse a contemplar el paso lento de las embarcaciones, encoger la tripa por una calle stretta -pero no más que alguna de Taormina o Cefalu- y tratar de memorizar que un túnel entre dos casas se llama sotopòrtego y eso que los vecinos construyen sobre sus casas recibe el nombre de altana: un paseo por Venecia es también un paseo por el lenguaje, por el código íntimo -dan ganas de decir personal- de esta ciudad misteriosa y absorbente.
Un día en Venecia da para retratarse en San Marcos, comprobar que el empalagoso Puente de los Suspiros está groseramente anegado en publicidad, conocer la maravillosa iglesia de Santa Maria de la Salute que ya me enamoraba en el libro de Historia del Arte de COU, y que vuelve a hacer efectivo el flechazo al rojo del atardecer, adivinar los mil jardines ocultos tras las tapias, reconocer en un escaparate las máscaras de Eyes wide shut, descubrir en La Fenice el único teatro del mundo, que yo sepa, al que se accede en barca.
Pero también para conocer a Michele Marchetti, arquitecto y acreditado dj que posee el privilegio de vivir en Venecia, y que nos lleva a tomar al solecito un sprit -el cóctel oficial de la ciudad, se diría-, a callejear hasta un restaurante escondido donde, a precio de vecinos, saborear unas sarde in saór y unos spaghetti al nero de sepia, debatirnos ante las vitrinas prodigiosamente surtidas de una pastelería o acabar en un tascurcio cercano a la estación entre vinos, embutidos y alegres parroquianos.
Un día aquí da para mucho, pero la Venecia de cristal y crepúsculo que intuyó Borges sólo permite avizorar cómo puede ser aquí la noche, la fascinación de las callejuelas desiertas, sombras desapareciendo tras las esquinas que invitan a soñar con la capa de Giacomo Casanova, luces hepáticas reflejadas en los canales... Otra vez tendrá que ser. Hace frío (¿o en Venecia, como en Cádiz, sólo hace humedad?) y un tren nos espera.

2 comentarios:

María dijo...

Luque, has conseguido contagiarme el entusiasmo por la città sommersa (aunque, todo hay que decirlo, me hacía falta muy poco). Qué ganas de volver! Y no sólo por el lenguaje, los días a pie, y los mágicos sestieri, sino por lo misterioso que encierran esos callejones y plazas, aún más a los ojos de la luna.

Alejandro Luque dijo...

Ya sé que el entusiasmo preexistía, pero me alegra que se renueve. Un baccione bella.