Por hallarme fuera de la provincia y sin buena conexión, no pude asistir al homenaje del pasado viernes, día 30 de agosto, al sanroqueño Juan Gómez Macías. En este país ingrato, homenaje es una palabra tan asociada ya al adjetivo póstumo que ha terminado dando grima. Carlos Edmundo de Ory, por ejemplo, le tenía tanta aversión que, si organizaban alguno en su honor, pedía que se denominara oleaje. Tampoco ayuda la etimología, que vincula el término a la sumisión y el vasallaje. Pero si aceptamos su sentido más popular, el del reconocimiento público, deberíamos empezar a perderle el miedo a tributar homenajes, y sobre todo a personas de tan indiscutible mérito como Juan.
Recuerdo como si fuera ayer la primera exposición suya que vi, en el Museo de Cádiz, mano a mano con Fe Rodríguez. El modo en que el color luminoso de sus formas, que todavía no he sabido si son abstracciones figurativas o figuraciones abstractas, y poco importa, me atraparon. Su pincel te permite, desde luego, identificar formas y espacios justo antes de que ese cromatismo disolvente los descomponga, o las composiciones fragmenten el lienzo en una fascinante ventana múltiple. Esa es la mirada que nos sirvió para ilustrar una de las más hermosas portadas de nuestra revista Caleta. La mirada que ilustró la portada de mi primer cuadernillo de poemas; cuadernillo que, por cierto, también le debo a él como director de un Aula de Literatura de San Roque por donde pasaron tantos y tan grandes nombres que casi me da apuro ver el mío en su catálogo. Conservo aquel dibujo como acaso Tita Cervera nunca conservará sus Van Gogh.
En cualquier caso, la fe que puso Juan invitándome a mí y a otros jóvenes gaditanos a formar parte de aquel impresionante programa sí habla a las claras de su personalidad, del modo en que esa mirada crisol de la que hablaba antes es siempre una mirada hacia delante. Como hablan de él ese tesón de años, el empeño en dinamizar, sin desfallecimiento que valga, la cultura de una zona tan castigada en todos los sentidos como es el Campo de Gibraltar. Su probado amor por la poesía, que le llevó a escribir su propio poemario -y con resultados nada desdeñables, por cierto-, se armoniza a la perfección con su actitud vigilante, con un compromiso cívico insobornable, de acción permanente y vehemente espíritu de denuncia. Desde los atropellos a nuestros derechos a los desmanes contra la Naturaleza, los enemigos de la sociedad y del medio ambiente tienen siempre enfrente a Juan Gómez Macías.
Pero si todos estos elementos de juicio fueran pocos, quiero terminar subrayando una cualidad de Juan que me vino a la cabeza de inmediato cuando supe lo de su homenaje: su hospitalidad. El modo en que siempre nos ha hecho sentir que las puertas de su casa y las puertas de su mundo estaban abiertas. Recordé las estancias de Fernando Quiñones en casa de los Macías, sembradas -como no podía ser de otro modo- de anécdotas desopilantes. Recordé la estancia del joven Ilya U. Topper, cuando todavía era un chaval seminómada que empezaba a sentir con fuerza la llamada de las letras, pero que ni en sus mejores sueños se imaginaba siendo reportero en Estambul. O las de su padre, Uwe Topper, cuando fatigaba los montes junto a Uta en busca de pinturas prehistóricas.
Son solo algunos ejemplos de amigos comunes que han conocido ese abrazo, lleno de verdad, de Juan. Hay muchos más. No nos ha hecho falta escribirnos a diario ni felicitarnos el santo por teléfono para que la amistad se mantenga a lo largo de los años: él sigue igual, con la misma venerable barba cana; pero nosotros, los de entonces...¡ay! Amistad que se ha prolongado de algún modo en la que mantengo con su hijo, el fabuloso pianista Juan Galiardo, amistad impermeable y sin fecha de caducidad. Amistad que justifica, con creces, que por una vez no nos suene malamente esa dichosa palabrita, homenaje.