miércoles, 3 de junio de 2009

¿Ha estado ud. alguna vez en Valdepeñas?

Yo sí. El sábado mismo, para un bautizo. Tomé bien temprano el tren en Santa Justa, pero a la altura de Córdoba tuve que salir a validar el billete. Cuando estaba dejando de fumar, tenía el sueño recurrente de que bajaba de un vagón para fumar en el andén, y el tren se marchaba sin mí. Aún no había leído La paradoja del interventor, novela exquisita de Gopnzalo Hidalgo Bayal, que arranca con una situación similar para hablar del ser humano despojado de todo: identidad, equipaje, dinero, o sea: presente, pasado, futuro. Por todo ello, fui a validar mi billete como quien baja a recoger el anillo caído en una piscina de pirañas, a toda prisa y casi sin tocar el suelo con los pies, para sentir un gran alivio a la vuelta.
Algo más de cuatro horas y mucho paisaje lunar después estaba en Valdepeñas. En Cádiz, que ignora todo sobre los tintos, se le llama valdepeñas a cualquier mejunje que se pueda mezclar con la gaseosa, pero es justo resaltar -y preceptivo comprobar- la más que aceptable calidad de sus bodegas. Poca cosa más pude ver, apenas un paseíto por calles soleadas y la bonita Iglesia de la Asunción, templo gótico donde se ofició la ceremonia.
No logré descifrar, sin embargo, el sentido último de la desaforada teatralidad que debe de subyacer en el alma de los vecinos de esta villa, y que es la característica principal de los dos únicos valdepeñeros que conocía hasta ahora, ambos Pacos: Paco Nieva, al cual me presentó Carlos Edmundo de Ory una mañana, cubierto de gasas y de recuerdos postistas, en el vestíbulo del Hotel Atlántico; y Paco Clavel, al que recuerdo subido a la doble altura de sus plataformas y del escenario de la sala Cómix cantando el Raskayú de Bonet de San Pedro, después de una entrevista. ¿Será el vino, será la melancolía que trasuda esta vieja Castilla La Nueva, será el espíritu de don Quijote, tan vivo y vigente todavía?

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