miércoles, 17 de junio de 2009

En la Córdoba de Falcones

Debo confesarlo: me encanta Ildefonso Falcones. No me refiero a sus libros, me encanta él. Aún no había vendido tanto como vendió cuando lo entrevisté por primera vez: llevaba tras su pista algún tiempo y fui a encontrármelo fumando a salvo de una ruidosa cena del premio Torrevieja. Allí mismo saqué papel y boli y le robé cinco o seis preguntas. Luego, de alta madrugada, me encantó verle llenar y vaciar su copa de champán y mover el esqueleto con todo el desparpajo del mundo en la sala Pachá. Recuerdo que incluso apareció caricaturizado así en un suplemento, chisposo y guatequero. Ahí había un hombre de fiesta, ahí estaba el escritor más feliz de la concurrida reunión: el único sin ego, o con el ego satisfecho.
Abogado de profesión, Falcones empezó a darle a la pluma sin tomarse a sí mismo demasiado en serio. Venía, al parecer, de ser una promesa del salto hípico, donde aprendió a distinguir las razas de caballos, pero también trabajó en un bingo, donde aprendió más aún de la raza humana. Pasó cinco años emulando a Ken Follet para escribir La catedral del mar, y dos más le costó buscarle novia editorial. Cuando le pregunté, con todo el respeto, si eran ciertas esas informaciones que aseguraban que la editorial había hecho y deshecho a su antojo con su obra, se encogió de hombros y sonrió: "¿Quién soy yo para no hacer caso de los que saben?". Ahí me ganó.
Desde aquello han pasado (por caja) cuatro millones de ejemplares, cifra suficiente para volver majareta a cualquiera. Creo que si Falcones ha conservado la cordura se debe en parte a no haber abandonado su bufete, sus clientes, sus ceremonias rutinarias, como el último asidero a la realidad. La gloria del best-seller le ha pillado con suficiente juventud como para pasárselo pipa con todo lo que le está pasando, y suficiente madurez como para no perder los papeles.
La semana pasada me desplacé a una caldeada Córdoba para la presentación de La mano de Fátima, el nuevo novelón de Falcones. Creo que él mismo está resignado a no saber escribir bien jamás, pero es evidente que su caballo corre por otra calle. Algo parecido a que cuatro millones de personas se pusieran de acuerdo para decirme que canto genial y que quieren un disco mío. Vi al barcelonés fumar, responder a las entrevistas, disfrutar con todo el circo mediático que desplegamos a su alrededor, y pensé qué mezcla de incredulidad, pasmo e hilaridad debe estar desatándose para sus adentros. De momento, parecía decirnos Falcones, disfrutemos: yo el primero.

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