Tal vez me quedó demasiado pesimista la entrada anterior. No hay que escribir, me digo, con dolor ni con rabia. Tal vez la restitución de la memoria de Quiñones, el ejercicio inaplazable de reavivar su llama, esté ya en marcha, lentamente pero sin vuelta atrás. Supe que Rafael Álvarez, El Brujo, va a llevar a escena otra vez El testigo, y es sin duda una magnífica noticia.
Otra buena nueva es que la colección Calembé, con motivo de su décimo aniversario, ha reunido algunos textos breves de Fernando, escritos en sus últimos días de vida, bajo el título El libro de los sueños y bajo el cuidado de la profesora Nieves Vázquez. He tenido que sonreír muchas veces mientras leía estas páginas preciosas, en parte porque me parecía estar escuchando la voz de su autor, con todas sus teatrales inflexiones de narrador puro, y en parte por volver a constatar la musculatura de su prosa, la corpulencia de la tinta que le seguía acompañando aun cuando al cuerpo se le escapaban las fuerzas. ¿Hay alguien que escriba así en España actual, con tanta literatura a la espalda y a la vez con tanta vida? ¿Caballero Bonald, Muñoz Molina...? Habría que verlo.
Pero yo quisiera aprovechar para dedicarle una felicitación especial a Calembé en su aniversario. Más de una vez he hablado de esta colección como cosa propia -"hemos editado", "vamos a sacar"-, pero no por atribuirme un mérito que no me corresponde, lo juro, sino por sentirme partícipe de esta aventura en lo más íntimo y haber sido testigo de ella desde el primer día. Pero quede claro que el invento fue patentado por Mané García Gil y Keke del Álamo en dos cafés de la Plaza de San Francisco, y que sólo a ellos (y al concejal Antonio Castillo, que paga, claro) les toca soplar las velas y llevarse los parabienes.
Ahora que el relato está más de moda que nunca, y que incluso alguna editorial potente anuncia una Primavera del Cuento para esta temporada, quiero contar aquí que la primavera gaditana del género breve lleva diez años floreciendo. Dejando a un lado la inestimable labor de difusión de los autores locales, me gustaría subrayar algunos hitos de Calembé: los cuentos de Adriano González León, por ejemplo, aquella luz ebria que se apagó el año pasado, pero que aún deslumbra si volvemos sobre esas páginas. Las Falsificaciones de Marco Denevi, que murió poco antes de conocer la edición española. Las historias sadomasoquistas de Alberto Laiseca, lo mejor que a mi juicio a escrito ese monstruo rosarino. Las ficciones del uruguayo Mario Levrero, que después ha sido una revelación, pero sólo cuando lo publicó un sello grande: lo sentimos, Calembé ya lo había descubierto antes. Ni a Iván Thays lo descubrió Anagrama, ni a Paz Soldán ni a Eloy Urroz los ha descubierto Alfaguara. Como en la mitología romántica que tanto nos gusta cultivar, América desembarcó primero en Cádiz y luego tomó su rumbo. Eliseo Diego, Enrique Lihn, Antón Arrufat y muchos otros ya estaban descubiertos, pero han podido ser leídos un poco mejor a la luz de Calembé.
Dirá alguno que tengo otra deuda con Calembé, la suerte de formar parte de su catálogo con mi Defensa siciliana. Es un orgullo que llevo a gala, sin duda, pero encierra otra gratitud: la de haber rechazado sus responsables con anterioridad otro libro mío, francamente malo, aparcando por un momento las ventajas de la amistad y exigiendo, como esta mandado, que diera lo mejor de mí si quería entrar en la fiesta. Por ello, pero sobre todo por las páginas disfrutadas y los descubrimientos maravillosos, doy las gracias a Mané y a Keke. Nunca un taparrabos -pues eso significa calembé- dio para tanto y tan confortante abrigo.