El hecho de que hablar aquí de Arco parezca ya anacrónico, a una semana escasa de su clausura, lo dice casi todo. Lo que me había traído a la capital era la gran fiesta española del arte contemporáneo, pero mi visita fue tan fugaz que apenas alcancé a llevarme una ligera impresión. Ligeramente negativa, quiero decir.
Acaso la extensión y el formato de la propia feria no favorecen demasiado la contemplación de las obras, sino más bien el bombardeo de imágenes en la retina del visitante, que algo queda. Me hubiera gustado ver los trabajos de García-Alix, me hubiera gustado ver la selección de artistas de Los Angeles, ciudad invitada. O tal vez no lo deseaba tanto, porque nada me hubiera impedido buscarlos: tal vez lo que me apetecía de veras era tomarme un vino con mi amigo César, a salvo del arte. Y César apareció.
Como César tiene pase Vip de cualquier sarao, y válido para dos personas, nos metimos en la zona Vip. Una zona Vip prefabricada, como toda la feria, decorada en rigurosos blanco y negro para hacer juego con los trajes de los visitantes. Una barra un poco caótica, en la que pedimos dos albariños, surtía de agua mineral en abundancia al resto del público. El mundillo del arte bebe agua, ya lo saben, con una sed parangonable a la de cualquier rave party.
Esa hora que echamos en el limbo de Arco me dio a entender que lo importante aquí es el alma. La obra es perecedera, el dinero se gasta, sólo el alma es eterna, el valor más seguro. El verdadero Arco es un encuentro de almas que se abrazan, se preguntan por la familia, trasmigran de un expositor a otro, se compran, se venden y excepcionalmente hasta se regalan.
Antes de marcharme di una últimamente vuelta de reconocimiento. Por aquí un galerista trataba de camelarse a Pedro Almodóvar, por allá el bueno de Rafael Ortiz atendía con paciencia a un husmeador de jóvenes talentos; en un pasillo me crucé con Paula, que antes trabajaba para el MNAC, pero los dos íbamos hablando por teléfono y sólo pudimos sonreírnos; vi de pasada una obra de Cristina Lucas y varias de Pereñíguez, y otras de un montón de gente que no fui capaz de identificar. Era como mirar a través de aquellos viejos visores de diapositivas que antiguamente vendían como souvenirs de la Costa del Sol: no se ve mucho, pero lo importante lo tienes a mano.
También me detuve con Pablo Juliá, que presentaba el catálogo de un fotógrafo originario de Heilongjiang que expone estos días su obra en el Centro Andaluz de Fotografía. Wang Qingsong es su nombre, y es autor de unas piezas muy narrativas y elaboradas, realizadas en estudios de cine alquilados en los que cuenta con numerosos modelos. Wang juega a fundir referencias orientales con alusiones a la sociedad de consumo occidental, creando composiciones espectaculares que no dejan de tener un puntito perverso. Casi se diría que es bastante japonés, si esto no fuera tan ofensivo para un chino.