domingo, 29 de agosto de 2010

Una mañana con Fogwill


No sé qué lugar le tendrá reservado la Historia de la Literatura a Rodolfo Enrique Fogwill. Si tuviera que hacer mi apuesta, creo que se le recordará por sus mejores cuentos, y que el viento se llevará sus febriles novelas, con la probable excepción de Los pichiciegos. De lo que sí estoy seguro es de que el escritor argentino, prematuramente fallecido la pasada semana a cuenta de un enfisema, siguirá vivo en mi memoria durante mucho tiempo como uno de los tipos más locos y divertidos que he conocido en este oficio.

Fue sólo una mañana, pero, ¡qué mañana! Primavera del 2005. Fogwill estaba en El Puerto de Santa María, invitado por la Fundación Luis Goytisolo. Quería conocer Cádiz y nosotros conocerlo a él, de modo que Mané García Gil y yo lo citamos a primera hora en el centro. No iba a pasar desapercibido en la ciudad aquel señor con cara de abuelete precoz en contraste con una mirada tremendamente viva y profunda, que disparaba genialidades como una ametralladora y se perdía por cualquier esquina a las primeras de cambio. Con el pretexto de comprar un mantón de manila para su mujer, volvió loca a la dependienta de una tienda especializada, a la que dejó llorando de risa y con el género intacto. Se empeñó en entrar en la tienda de juguetes Imaginarium y, al cabo de un rato, asomó por la puerta pequeña, reservada a los niños, caminando a cuatro patas y profiriendo agudos ladridos. Más tarde, cuando se nos sumaron Ignacio Echevarría y Belén Gopegui, convenció a un camarero de la Plaza de San Francisco para que le permitiera abrir una lata de hígado de bacalao que traía consigo, y allí mismo procedió a convidarnos a un filetito para cada uno de nosotros, todo ello con gran ceremonia. Cuando llegó mi fotógrafo, le pedí que retratara a Fogwill y a Echevarría para un formato de entrevista. Al cabo de un rato me dijo que había sido misión imposible: el argentino se había pasado la sesión cantando o intentando besar al crítico español.

A su regreso a Argentina tuvo la gentileza de enviarnos un poema, Llamado por los malos poetas, para nuestra revista Caleta. No es fácil saber de dónde sale un escritor como Fogwill, profesor desplazado por la dictadura, luego creativo de publicidad, con fama de haber escrito alguna obra en tiempo récord bajo los efectos de la cocaína, capaz de reírse de los mismos mitos que veneraba, experto en no tomarse nada en serio, menos el humor. Creo que escribía como vivía, y viceversa, con pasión, intensidad, conciencia del absurdo y mucha guasa. Bastaba una mañana a su lado para saberlo.

2 comentarios:

Antonio Rivero Taravillo dijo...

Me cogió su muerte en Buenos Aires. Precisamente estoy leyendo, y disfrutando, Los pichiciegos, estupenda desmitificación de la guerra de las Malvinas, que le viene muy bien a un mitómano como yo.

Alejandro Luque dijo...

Antonio querido, de hecho me enteré de la muerte de Fogwill por tu facebook antes que por El País. Es lo que tiene estar al pie de la noticia. Feliz lectura y abrazos.