miércoles, 18 de noviembre de 2009

Reencuentro con César Cabanas

A propósito de su veterana relación con Bioy Casares, Borges opinaba que hay una superioridad de la amistad sobre el amor. Éste es por naturaleza exigente, requiere pruebas constantes y se muestra altamente vulnerable, mientras que la amistad se asemeja más a esas plantas que prosperan en tierras duras y secas, sin necesidad de muchos cuidados, sólo porque sus raíces son profundas y recias.
Eso iba recordando en el ave a Madrid, adonde fui el jueves pasado para apenas 48 horas. Tenía previsto reencontrarme, después de algo más de tres años, con mi amigo César Cabanas. Y se trataba de un reencuentro en toda regla, porque en ese tiempo casi no habíamos hablado, lo cual no dejaba de ser para mí un motivo de angustia.
Fue Miguel Candela quien, convencido de que nos íbamos a entender bien, nos hizo coincidir hace más de una década en Cádiz. La simpatía fue, en efecto, mutua e instantánea. César es un tipo más bien silencioso, se diría un poco ensimismado si no fuera porque de pronto interviene en las conversaciones con ideas lúcidas y meditadas. Vástago de familia bien madrileña, en algún momento de su juventud le horrorizó la expectativa de ser un pijo vulgar y se embarcó, con la carrera de arquitectura recién terminada, a China y la India durante un año. Se trajo un cuaderno de pinturas muy hermoso y muy bien aprendida la lección sobre el valor del silencio.
En una época en la que yo subía un par de veces al mes a Madrid, me sumaba a sus planes muy a menudo. Muchas veces iba a su casa de Pozuelo, alejada del mundanal ruido. Vimos excelentes exposiciones, vimos en los Alphaville la película Hana-Bi, dormimos cabeza con cabeza en Los lunes al sol, dormimos cabeza con cabeza en una obra de teatro de Bartís, en La Abadía. Le acompañé a alguna visita de obra, una experiencia apasionante. Lo poco que sé de arquitectura se lo debo a él. Una noche nos intoxicamos de ostras. Otra fuimos a un bar de cócteles del barrio de Salamanca donde pidió un combinado con una pastilla de avecrem. Nos regalamos muchos libros. Nos pedimos prestados muchos libros que nunca nos devolvimos.
Él también bajába a menudo a Cádiz con su hijo, Luisito, un niño de piel clara y ojazos azules que ahora anda por Canadá, hecho un hombrecito. O bien con su amigo Mankel, epidemiólogo que entre Nicaragua y Sudáfrica ponía con nosotros el codo en la barra para arreglar el mundo en largas discusiones hasta las claras del día.
Hace cuatro años, César se fue a China -ya había empezado a estudiar seriamente el mandarín- y yo le seguí. Nos encontramos en Su-Zhou y llegamos hasta Beijin. A la vuelta, nos despedimos con el abrazo de siempre en Madrid. Después de un viaje siempre es bueno descansar un poco de tus compañeros de viaje: pasaron un par de meses. Pasó un año. Pasaron tres años. Yo llamaba de vez en cuando, pero nadie contestaba su teléfono, o bien comunicaba, o bien aparecía apagado o fuera de cobertura.
No quise darle importancia al principio. César tiene esos raptos de misantropía, ya se le pasaría. Al tiempo empecé a preocuparme. ¿Le habría hecho algún feo sin darme cuenta? ¿Habría alguna deuda pendiente que yo hubiera olvidado? No, no podía ser. Es mi amigo, me lo diría. ¿Y si estaba pasando un mal momento y no se atrevía a pedir ayuda? Claro que todas esas posibilidades escapaban a mi control. Yo estaba ahí, tenía mi mano tendida. No podía hacer otra cosa, ¿o sí?.
Lo cierto es que la idea de perder mi amistad con César, como con cualquier otro de mis mejores amigos, se me antojaba trágica. En condiciones normales no te das cuenta quizá, pero me parece impresionante la cantidad de veces que cito a mis amigos al cabo del día, como si fueran autoridades. ¿Acaso no lo son en mi imaginario íntimo? Los libros que me recuerdan a unos y otros, los rostros en la calle que me remiten a éste o a aquél, los recuerdos que me salen al paso cuando menos lo espero. Si les escribiera o llamara cada vez que me vienen a la cabeza, no haría otra cosa en esta vida. A veces cedo a esa tentación, para regocijo de mi servidor telefónico.
El caso es que sentía que mi vida era más pobre, infinitamente más pobre, sin la presencia regular de César Cabanas. Con tres o cuatro ausencias como esa, lo he descubierto, podríamos hablar de bancarrota emocional. Pero esta vez César respondió, nos citamos, y apareció por la soleada boca del metro de Lavapiés con las manos en los bolsillos y una sonrisa. Nos fuimos a comer gambas y a beber vino blanco, y a contarnos qué ha sido de nosotros en este tiempo.
César ha trabajado duro. También ha disfrutado. Ha vuelto varias veces a China. Ha tenido rachas buenas y otras malas. Alguna pésima, pero de todo se sale. Es curioso cómo se restablece la comunicación, cómo vuelven a fluir los afectos. El viejo Borges tenía razón, como en casi todo. Más tarde fuimos caminando hasta Tirso, donde nos despedimos con un abrazo. Hasta pronto, Álex. Hasta pronto, César.

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