sábado, 15 de agosto de 2009

Teselas griegas (II) Salvemos los museos

A la luz del día, Atenas no parece tan fea como desaliñada, abandonada, muy por debajo del listón que se pide a un foco turístico mundial y a una ciudad que ha celebrado olimpiadas hace nada. Esta impresión contrasta con los escaparates, llenos de artículos como si se tratara de mostrar todo el género, pero ordenadísimos. Lo mismo en el mercado central, donde los carniceros disponen los filetes en filas escrupulosas, las cabezas de cordero en armónicos racimos, los pescadores las caballas en escuadrones uniformes y las doradas en formaciones de dos.
Distraído en estas pamplinas, alcé la vista y me di de frente con la impresionante Acrópolis. Después de haber visitado en Sicilia templos como los de Segesta o Selinunte, yo creía que en materia de arquitectura griega ya lo había visto todo. Me equivocaba. El conjunto arquitectónico de Atenas no sólo está excepcionalmente bien conservado, sino que las dimensiones son monstruosas. Abrimos boca merodeando por los alrededores antes de acometer la ascensión, que tampoco es para tanto. De dos saltos nos plantamos ante los imponentes Propileos y nos disponemos a rodear, razonablemente boquiabiertos, la mole del Partenón, en cuya cima vemos a un buen montón de operarios trabajando en su interminable restauración. Hay quien piensa, y resulta verosímil, que fue aqui donde Le Corbusier, apoyado en el tambor de una columna, concibió su modulor.
La evidencia aquí arriba es que el tamaño sí importaba en la antigua Atenas, pero nunca reñido con la delicadeza. Los muros diáfanos, las columnas esbeltas, la hermosura de las cariátides, son pruebas concluyentes de un gusto exquisito. El mismo suelo sobre el que se yerguen lo es, una atalaya privilegiada que muestra a un lado el hormiguero urbano y al otro el azul inconfundible del Mediterráneo. Tiene razón una vez más aquel que exclamó: ¡qué catadores de paisajes eran los griegos!
Bajar hasta la zona de Plaka y volver al callejeo equivale a un destierro del paraíso. Pero, imbuidos de espíritu clásico, después de almorzar unos proteínicos mejillones cocidos en una suerte de pisto, daremos un paseo hasta el Museo Arqueológico. Entre los kuroi y las kore paso al frente, el colosal Poseidón rescatado del mar y el no menos broncíaneo Perseo (¿o es Paris?), recorremos con placer todo un capítulo del libro de Historia del Arte de COU. Ahora que está tan de moda ser abolicionista de los museos, argumentando la necesidad de sacar el arte a la calle, que todos los fondos sean itinerantes y todos los contenidos interactivos, me asalta una súbita simpatía por el viejo museo, al que uno llega por su propio pie, con el que uno dialoga en silencio.
Lo mismo pienso cuando nos dirigimos al nuevo museo de la Acrópolis, concebido prácticamente para reclamar a Londres la sexta cariátide y los frisos del Partenón. El argumento de que en Inglaterra estaban más seguras ya no sirve, y sospecho que cualquiera que visite este edificio amplio y moderno estará de acuerdo en que las joyas robadas deben salir ya de los bajos del British. Museos sí, pero cada uno con lo que merezca.
No hay tiempo para mucho más, pues antes de la puesta de sol debemos dirigirnos al puerto del Pireo, donde ya oímos mugir al ferry que ha de llevarnos a Creta.

1 comentario:

María dijo...

Y pensar que esa abandonada ciudad lleva varios días ardiendo... Sí, ahora es el centro de todas las miradas, pero qué pena tener que serlo porque se queme el paisaje. No es justo.