sábado, 22 de agosto de 2009

Teselas griegas (VIII) Decepción en Cnossos

Junto con el tributo a Kazantzaki, mi principal motivación en la visita a Heraklion era conocer Cnossos: un viejo sueño desde que vi esa foto de Borges en el Atlas, sentado en una escalera del palacio de Minos y bañado por una luz inmemorial que, no me cabía ninguna duda, era la misma que había calentado el lomo del Minotauro. Con esa ilusión subimos al coche y nos plantamos de un salto en el recinto al que, muy de mañana, iba confluyendo una multitud de visitantes en bermudas y camisetas de tirantes.
Una vez dentro, la impresión es desoladora apenas empezamos a caminar, pues resulta evidente que la práctica totalidad de los muros y columnas que vemos son burdas reconstrucciones, por no hablar de las estructuras de madera: cemento cubierto de pintura de imitación.
Sólo las marcas de lo que alguna vez fue este conjunto arquitectónico dan una idea fiable de sus tremendas dimensiones, pero por lo demás parece imposible saber qué pudo ser auténtico y qué obra del célebre y controvertido Arthur Evans, el tipo avispado que levantó toda la tierra acumulada (y movió todas las cementeras necesarias) para que Cnossos quedara como él quería.
Decepcionados, subimos al coche y ponemos proa hacia el oeste de la isla. Buscando un buen sitio donde darnos un chapuzon, nos desviamos hacia la playa de Geropotamos, a medio camino entre Panormos y Rethymno. No es para darle ningun premio internacional, pero el agua es limpia, hay un arco excavado en la roca bajo el cual pasan las barquitas y los submarinistas, y los pececillos se dejan ver. Careteamos un poco y, cuando empieza a abrirse el apetito, nos dirigimos hacia una zona un poco insulsa pero apacible, conocida como Gerani Beach, donde daremos cuenta de una buena sepia, con ensalada griega y tzatziki.
La primera impresion al llegar a Kissamos es la de estar internandonos en un asentamiento chabolista. Pero seguimos rodando y un poco mas adelante damos con un hotel bonito -el Kissamos-, con un balcon que permite ver caer el sol entre Gramvousa (donde fondeaba el abuelo pirata de Kazantzaki) y Rodopou, mientras la falda de los cabos se va cubriendo lentamente de brumas. Las ciudades se caen o se echan a perder, o llega un Evans que las desfigura por completo; pero el mar, siempre cambiante, es siempre maravilloso, el que miraba Ulises y el que veremos esta noche nosotros.

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