lunes, 9 de junio de 2008

En casa de Natalia Bolívar

Descendiente del libertador americano, discípula aventajada del gran Fernando Ortiz, la compañía y la conversación de Natalia Bolívar son lujos que he podido disfrutar varias veces. La primera en Cádiz, donde también pude hablar con aquel cantante y hombre bueno llamado Lázaro Ros, y donde experimenté el placer de tocar los tamborés batá que en Cuba son considerados santos por sí mismos, y a los que se agasaja con todo tipo de ofrendas; la última, esta semana en Sevilla, con el pretexto de la presentación del último libro de Natalia, Los orishas del panteón afrocubano, que acaso no contenga demasiadas revelaciones para los iniciados, pero sí valiosas pistas para quienes conozcan poco o nada acerca de la santería.
Pero quiero recordar aquí, entre un encuentro y otro, aquella visita que hicimos a casa de Natalia una amplia delegación de gaditanos, entre los que se encontraban políticos, periodistas, funcionarios, intelectuales varios, cada uno de su padre y de su madre. El único requisito era que cada invitado llevara una botella de ron, con lo que la mesa de la sala principal se vio cubierta en un momento por unos 30 litros de plata embotellada y destilada de los cañaverales de Santiago de Cuba. La reunión empezó de lo más pacífica, escuchando la caricia de un violín que acompañaba los cánticos yorubas del grupo habitual de Natalia. En un momento dado fui al baño y me demoré observando la espléndida colección de pintura de nuestra anfitriona -creo recordar un Portocarrero, un Mariano, un Lam-, un descomunal busto en bronce del antepasado Simón y un no menos gigantesco, si bien amigable, galápago que casi obstruía el pasillo.
Pues bien, los violines dieron paso a los tambores, el ron corrió con alegría, y en un momento dado todos nos vimos inversos en una espiral de la que parecía imposible salirse, un subidón de bailes y voces en cuyo éxtasis, sin duda, llegamos a ver el rostro de dios, que es la dicha suprema. Unos y otros, autoridades y canalla libresca, parecíamos los niños de Hamelín calzados con las zapatillas rojas del cuento, hipnotizados bajo el poder de las músicas de Yemayá, Eleggua y Changó. Lo último que recordamos es que, en pleno apogeo de la fiesta, la turba salió a la terraza a recibir un aguacero benéfico, redentor, que nos mandó a casa pipando pero purificados.
Después he visto otras cosas, algunas de veras asombrosas, relacionadas con el culto a los santos afrocubanos. Pero nada como aquel trance colectivo en casa de Natalia Bolívar, aquella epifanía habanera. He intentado a veces buscar la palabra exacta que resumiera esa noche, pero sólo se me ha ocurrido el viejo lugar común: magia.

2 comentarios:

Patricia Miranda dijo...

esa magia me ha tocado, me ha florecido!
Maferefun!

Alejandro Luque dijo...

Aché pa ti, Patri.